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"Heights Of The Principal Mountains In The World" (1836), de Henry S. Tanner
ensayo
El principio de las siete generaciones
POR Marcia Bjornerud

¿Qué le debemos al futuro? ¿Cómo cooperar con él y con las generaciones que aún “ocultan su rostro bajo la superficie de la tierra”? Inspirada por la multitemporalidad de las rocas y por una idea de hace más de 300 años de las seis tribus de la Haudenosaunee, la geóloga Marcia Bjornerud nos invita a ampliar nuestra concepción del tiempo. 

En busca del tiempo perdido

Nuestra convicción moderna de que el tiempo es un vector de un solo sentido y de que el pasado se ha perdido de forma irrecuperable representa una ruptura con este último. Las primeras sociedades y culturas estaban impregnadas de los espíritus de sus antepasados y de la práctica de los antiguos rituales que entretejían a los vivos, a los muertos y a los que todavía no habían nacido en una trama temporal unificada que hacía que se difuminaran los conceptos de pasado, presente y futuro. El concepto budista del sati suele traducirse como “conciencia pura”, es decir, estar atento únicamente al Ahora; en realidad, significa algo más cercano a “memoria del presente”, es decir, la conciencia del momento presente desde un punto de observación externo. La idea ghanesa del sankofa, simbolizada generalmente mediante un pájaro que mira hacia atrás, es un recordatorio para seguir avanzando y, asimismo, para no perder de vista el pasado. En la mitología nórdica, Ygdrassil, el Árbol del Mundo que sostiene el cosmos, es mantenido por tres mujeres, las misteriosas nornas, llamadas Urðr, Verðandi y Skuld, cuyos nombres –interpretados en ocasiones como Pasado, Presente y Futuro– significan literalmente Destino, Devenir y Necesidad, lo cual sugiere una extraña concepción circular del tiempo, en la que el futuro está arraigado en el pasado. Todos los días, las nornas nutren el árbol con agua del pozo sagrado, cuyas aguas son antiguas, y recitan el Orlog, las leyes eternas que siempre han gobernado el mundo: ambos actos encarnan la idea nórdica del wyrd, es decir, el poder del pasado sobre el presente [el destino].

En muchos sentidos, la geología consiste en entender el wyrd: la manera como las historias secretas del pasado sostienen el mundo, nos envuelven en el presente y establecen nuestro camino hacia el futuro. El pasado no se ha perdido; en realidad, está presente de manera palpable en las rocas, los paisajes, las aguas subterráneas, los glaciares y los ecosistemas. 

Al igual que nuestra experiencia en una gran ciudad se enriquece con la comprensión del contexto histórico de su arquitectura, existe una profunda satisfacción en el reconocimiento de los “estilos” distintivos de los periodos geológicos del pasado; además, nosotros también moramos en el tiempo geológico.

A menudo siento que no vivo solamente en Wisconsin sino en muchos Wisconsin: incluso cuando trato de no hacerlo, no puedo evitar sentir la persistente influencia de las muchas historias naturales y humanas arraigadas en su paisaje: los bosques que todavía están recuperándose de la tala absoluta del siglo XIX; los ríos que gobernaban las antiguas rutas comerciales, formados por morrenas empujadas por las grandes capas de hielo de los glaciares; las doradas areniscas que marcan las costas de los mares del Paleozoico; los contorsionados gneis que son las raíces sobrevivientes de las montañas del Proterozoico. El Ordovícico no es una abstracción vaga: ¡yo estuve allí con unos estudiantes apenas el otro día! Para los geólogos, cada afloramiento es un portal a un mundo previo. Estoy tan acostumbrada a esa manera “politemporal” de pensar que me toma por sorpresa cuando alguien me recuerda que ésa no es la norma. 

Wisconsin es un estado rico en agua, limitado por dos de los Grandes Lagos, salpicado por miles de lagos pequeños, veteado por los ríos y agraciado con acuíferos confiables que se refrescan todos los años por la lluvia y la nieve, pero el crecimiento de las áreas urbanas y las granjas de los grandes conglomerados industriales ha provocado crisis de agua subterránea en algunas regiones del estado. Hasta hace poco, la ley estatal limitaba la instalación de pozos de alta capacidad a las áreas donde los ritmos de reabastecimiento natural podían seguir el ritmo de la extracción del agua. Dependiendo del tipo de las rocas del lugar o de los sedimentos dejados por los glaciares, los caudales naturales de agua subterránea pueden variar de algunos decímetros por día a algunos decímetros por año y, dependiendo de la profundidad de un pozo, el agua subterránea que se extrae puede haber estado allí durante años, decenas de años o cientos de años. En consecuencia, conocer a fondo tanto la historia geológica como la historia humana del uso del agua subterránea en un lugar determinado es fundamental para el mantenimiento de los acuíferos; sin embargo, con una mentalidad comercial, el procurador general del estado dictaminó que el Departamento de Recursos Naturales no tenía la autoridad para considerar los efectos combinados de los pozos en un área determinada, argumentando que es “injusto” que se emita un permiso para una empresa de lácteos y después se le niegue a otra. Al actuar de esa manera, el procurador general decretó que tanto el pasado como el futuro carecen de importancia: sólo el presente importa. 

Una ironía de nuestros avances tecnológicos es que han creado una sociedad que, en muchos aspectos, es más ingenua por lo que toca a la ciencia que el mundo preindustrial, en el que ningún ciudadano que hubiera aprendido física haciendo grandes esfuerzos y hubiera alcanzado cierto entendimiento del clima, mediante la agricultura de subsistencia, se sentiría al margen de las leyes de la naturaleza. El tipo “moderno” de pensamiento mágico se caracteriza por la creencia de que repetir falsedades como conjuros puede transformarlas en verdades científicas, y también está vinculado a una fe cuasi mística en el libre mercado, el que, según los profetas, de alguna manera nos permitirá vivir de forma indefinida más allá de nuestros medios. 

En esencia, el problema es que el ritmo del progreso tecnológico supera con creces la velocidad a la que madura la sabiduría humana, de la misma manera que los cambios ambientales superan la adaptación evolutiva durante los acontecimientos de extinción en masa. El crítico y autor Leon Wieseltier sostiene que “todas las tecnologías son utilizadas antes de ser comprendidas por completo. Siempre hay un lapso entre la innovación y la percepción de sus consecuencias”. La rápida obsolescencia de las tecnologías digitales y los desechos culturales que éstas dejan corroen nuestro respeto por lo que es durable (“Así era hace cinco minutos…”); la dependencia de los sistemas de navegación GPS provoca que nuestra capacidad de visualización espacial se atrofie; la instantaneidad atemporal y armoniosa de las comunicaciones digitales debilita nuestra comprensión de la estructura del tiempo. Se podría decir de nuestra idea “moderna” de que únicamente el Ahora es real que es delirante, mientras que el concepto medieval de wyrd parece positivamente ilustrado. Nuestra ceguera ante la presencia del pasado realmente pone en peligro nuestro futuro.

Como si no hubiera mañana

No será fácil romper con el hábito de pensar en el Ahora como una isla muy separada del resto del tiempo. Nos gusta nuestro Ahora: la manera como los insistentes repiqueteos de nuestros dispositivos digitales nos impiden concentrarnos excesivamente en el pasado o hacer cuidadosos planes para el futuro. La exposición de toda una vida a la publicidad ha permitido que la promesa de la eterna juventud que nos hacen las grandes empresas se arraigue profundamente en nuestro cerebro, impulsándonos a comprar la próxima cosa novedosa, a mantener la ilusión de que estamos exentos del paso del tiempo y de que este Ahora nunca terminará. Los trabajadores mejor remunerados de nuestra cultura son los administradores de los fondos especulativos, los que reciben recompensas por desarrollar algoritmos que toman decisiones en escalas de tiempo de segundos, ahora, ahora y ahora. 

En estos días, una búsqueda de Google de la fórmula “seventh generation” [séptima generación] arroja como resultado los enlaces al sitio electrónico y a las cuentas de redes sociales de una empresa de productos de limpieza que tiene ese nombre –propiedad de Unilever, una empresa trasnacional–, pero la idea original de la séptima generación, expuesta hace más de 300 años en la Gayanashagowa, la Gran Ley de la Paz –de las seis tribus de la Haudenosaunee, o Confederación Iroquesa–, sigue siendo tan radical y visionaria como siempre: 

Establece que los dirigentes deben emprender acciones únicamente después de reflexionar en sus posibles efectos sobre “los todavía no nacidos de la nación futura […] cuyos rostros todavía se encuentran bajo la superficie de la tierra”.

Siete generaciones, quizá un siglo y medio, es más tiempo que el de una sola vida, pero no está fuera del alcance de la experiencia humana: es el lapso que abarca desde nuestros bisabuelos hasta nuestros bisnietos. Desde el punto de vista del “principio de las siete generaciones”, nuestra sociedad actual es una cleptocracia que está robándose el futuro. ¿Qué se necesitaría para que esa antigua idea fuera adoptada en un mundo moderno que ni siquiera reconoce la existencia del tiempo?

¿Qué le debemos al futuro? Después de todo, como decía una aguda calcomanía en la defensa de un auto: “¿Qué han hecho las generaciones futuras por nosotros?” El filósofo Samuel Scheffler postula que en realidad hacen mucho, y señala que si supiéramos que la raza humana se extinguiría poco después de nuestra propia muerte, nuestra experiencia como seres humanos sería radicalmente diferente: “Saber que nosotros y todos los que conocemos y amamos moriremos algún día no provoca que la mayoría pierda la confianza en el valor de nuestras actividades cotidianas, pero el hecho de saber que ya no existiría ninguna persona más haría que muchas de esas actividades parecieran inútiles”. Inspirado en la trama de la novela distópica de P.D. James, Hijos de hombres, Scheffler sugiere que nuestra capacidad para llevar una vida plena depende de creer que ocupamos “un lugar en una historia humana que está desarrollándose, en una cadena de vidas y generaciones extendida en el tiempo”. 

Entonces, para agradecer que nos mantienen sanos, ¿cómo podemos compensar a las generaciones futuras? Desde un punto de vista puramente económico, deberíamos invertir en la prevención de los problemas futuros del medio ambiente, siempre y cuando los beneficios futuros sean mayores que los costos del presente, y todos los estudios económicos sobre los efectos esperados del cambio climático indican que cualquier tipo de inversión que hagamos ahora se amortizará por sí misma muchas veces. El verdadero problema es cambiar el marco temporal de la toma de decisiones económicas: de trimestres fiscales a décadas o a más tiempo. En un provocativo artículo publicado en la revista Nature, “Cooperating with the Future” [Cooperar con el futuro], un grupo de economistas y biólogos evolucionistas desarrolló un modelo, en forma de juego, para identificar los incentivos económicos o las estrategias de gobernanza que podrían alentar la toma de decisiones intergeneracionales sobre el uso de los recursos naturales. En el juego, encontraron que un recurso natural siempre se agota prácticamente en el tiempo de una generación si las decisiones son tomadas por uno o dos jugadores “deshonestos” que extraen más de lo que los demás individuos consideran una parte justa o razonable. Ésta es, por supuesto, la clásica “tragedia de los bienes comunes”: el despojo de los recursos naturales colectivos (como una tierra de pastoreo) que podría mantenerse de forma indefinida por medio de la restricción colectiva, si no fuera por el comportamiento egoísta de una minoría de personas deshonestas (los pastores que la aprovechan para hacer pastar un número excesivo de ovejas). 

Ahora bien, en el “juego de bienes intergeneracionales” se encontró que si a cada generación se le permitía votar sobre la cantidad del recurso natural que se extraería a lo largo de su vida y después se asignaba a cada jugador su parte de la cantidad media sugerida por la votación, al menos una parte de ese recurso natural era transmitida a lo largo de múltiples generaciones. Votar permite a los que toman una parte justa, que generalmente son la mayoría, contener a los actores deshonestos y también ayuda a convencer a aquellos que podrían verse tentados a apoderarse de los bienes comunes, en un sistema no regulado, de que es en su propio beneficio no sobrepasar el límite determinado de manera colectiva; sin embargo, el sistema sólo funciona si la votación es vinculante. Ahora bien, para que la Confederación Iroquesa pudiera llegar a esa solución, no necesitaron ni la teoría de juegos ni el análisis estadístico. 

Este texto es un fragmento del libro Conciencia del tiempo. Por qué pensar como geólogos puede ayudarnos a salvar el planeta, de Marcia Bjornerud, traducido por Mario Zamudio Vega y editado por Grano de Sal. Puede comprarse aquí.