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Una RoboBee, o abeja robótica, posándose sobre una hoja. © Carla Schaffer/AAAS
ensayo
Nuestra mente está en el cuerpo de las otras especies
POR Emanuele Coccia

Los múltiples yoes del mundo en constante migración: sus potencias de actuar interrelacionándose y generando mentes en el trayecto. Contra la disciplina neurobiológica, que centra el proceso mental en un órgano, el pensador italiano Emanuele Coccia exterioriza la actividad intelectual, volviéndola metamórfica. 

Estamos habituadxs a pensar que las relaciones de interdependencia entre las diferentes especies son de naturaleza física, energética o anatómica. Nunca sospechamos que esta interdependencia es ante todo de orden cognitivo y especulativo. Si toda relación entre especies es de orden técnico, artificial, y no natural o puramente física es porque toda especie halla su mente, su inteligencia, su facultad de pensar siempre y exclusivamente en su relación con otras especies. Cada especie está ligada a una o varias otras especies como a su mente. Es la gran mentira de la neurobiología: el intelecto no es un órgano, está siempre afuera del cuerpo de todo individuo viviente. 

El intelecto no es una cosa sino una relación. No existe en nuestro cuerpo sino en la relación que nuestro cuerpo establece con muchos otros cuerpos. Si las mentes existen afuera del cuerpo es porque no son equipamientos monoespecíficos de los individuos: lo que llamamos mente es una asociación entre la vida de dos especies. Esta idea de la mente como una ecología no es extraña a la biología contemporánea. El primero en explorar esta idea fue Paul Shepard, en Thinking Animals. Demuestra allí que el pensamiento es el efecto, no la condición de posibilidad de la cohabitación simbiótica entre plantas, animales, bacterias, etc. Los grandes predadores desarrollaron su inteligencia solamente y siempre en la relación interespecífica: sin los herbívoros, los grandes predadores carnívoros habrían sido completamente estúpidos. Shepard pensaba esta interespecificidad del intelecto todavía en términos teleológicos. Por el contrario, habría que imaginar que para toda especie el intelecto está encarnado en otra especie. 

Basta con observar un prado para darse cuenta de ello. Con la flor, la planta hace del insecto un genetista, un criador de ganado, un agricultor: le confía a otra especie, que pertenece a otro reino, la tarea de tomar una decisión sobre el destino genético y biológico de su propia especie. Le confía la tarea de dirigir la metamorfosis de su especie. De cierta manera, la flor transfiere la mente específica vegetal en el cuerpo de la abeja. No se trata solamente de una colaboración sino de la constitución de un órgano cognitivo y especulativo interespecífico. Esto significa no sólo que todo desarrollo evolucionista es una coevolución, como han demostrado Peter Raven, Paul Ehrlich y Donna Haraway, sino también que, como vimos, la coevolución es lo que normalmente llamamos agricultura o ganadería. Cada especie decide, a su manera, la suerte evolutiva de las otras. Lo que llamamos evolución no es otra cosa que una suerte de agricultura interespecífica generalizada, un entrecruzamiento cósmico –que no necesariamente está destinado a la utilidad de unos y otros. El mundo en su totalidad deviene así una especie de realidad puramente relacional donde cada especie es el territorio agroecológico de la otra: cada ser es el jardín y los jardineros de otras especies. El mundo es entonces la relación de cultivo recíproco (nunca definido exclusivamente por la lógica de la utilidad o del libre uso). En este sentido, no hay ecología posible ya que cada ecosistema es el resultado de una práctica agrícola, y del compromiso de otras especies. No hay espacio salvaje así como no hay animales salvajes, ya que todo está cultivado. La relación entre cultura y naturaleza se invierte: cualquier especie puede encarnar la naturaleza para nosotros, y viceversa. 

El suelo deja de ser así una realidad autónoma. No hay suelo. El suelo de uno es la vida de los otros. La política ya no se hará sobre la base territorial, sino más bien sobre la base de la relación interespecífica: así, una ciudad no es más que la relación que un conjunto de humanos mantiene con una serie de otras especies (y con todas las especies cuya existencia necesita). No hay un territorio, un espacio neutro sobre el que podría instalarse lo viviente. La instalación originaria es el hecho agrícola o zootécnico. Nos instalamos siempre sobre la vida de los otros y, a la inversa, somos el suelo de otros vivientes. Cada quien vive del cuerpo del otro. Cada quien sacó su cuerpo de otro. Como si desde el comienzo la Tierra fuera un cuerpo formado de los cuerpos de todas las especies, cada uno de los cuales vive de la vida de los otros, y como si todas las especies fueran inseparables.

Todo viviente es la Tierra de los demás, cada especie es el terreno de vida de un número indefinido de otros actores –vivientes y no vivientes. No hay suelo urbano, espacio de instalación puro y simple, todo es tierra agrícola. El suelo no es lo que separa a un viviente del otro o a una especie de la otra, sino lo que obliga a cada uno a mezclarse con el otro. Cada territorio es en sí mismo una metamorfosis en curso gracias a la cual vivientes, especies y actores no vivientes comparten la misma potencia de actuar, común a todo el planeta. Inversamente, cada uno de nosotrxs, como todo viviente y toda especie, es el elemento de una metamorfosis colectiva. Un suelo para otros vivientes y otras especies. Como suelo de los otros, tenemos una potencia de actuar. 

Esta relación interespecífica que llamamos mente, inteligencia o “cerebro” no es algo natural –no es espontánea, eterna, puramente biológica sino un hecho técnico y, de cierta manera, artístico.

Cada relación entre especies debe ser leída no solamente como algo contingente, sino también como algo semejante a la relación entre un artista y la materia que manipula o, mejor aún, como la relación entre un curador y un artista.

La elección de los insectos, según qué flor debe acoplarse con qué otra, no se funda en un cálculo racional sino en el gusto: la clave es cuánta azúcar contiene una flor. La evolución se funda entonces en el gusto, no en la utilidad. La sensibilidad de una especie decide la suerte de las otras especies. La evolución no es más que la moda en la naturaleza, un desfile que dura millones de años y que permite a toda especie transportar vestimentas que extrajo de otras especies o que fueron diseñadas por otrxs. Cada paisaje es una exposición de la naturaleza contemporánea o una muestra donde desfila la moda de la naturaleza: una bienal multi-especies, una instalación que espera a ser reemplazada por cientos de otras. 

Como en nuestra existencia, todo en la naturaleza es artificial y arbitrario. Una artificialidad debida a la acción de las diferentes especies. La historia de la Tierra es una historia del arte, experiencia artística eterna. En este contexto, cada especie es a la vez el artista y el curador de las otras especies. E inversamente, cada especie es a la vez una obra de arte y una performance de las especies cuya evolución representa, pero también el objeto de una exposición cuyos curadores son las especies que la hicieron emerger. 

La evolución y la selección natural son totalmente revolucionadas. Peces, plantas, pollos, bacterias, virus, hongos y caballos: sean grandes o extremadamente pequeños, cualquiera sea el reino al que pertenecen, todos los seres vivos son mentes, no sólo para sí mismos (pensantes, sensibles, capaces de decisiones), sino también la mente de las demás especies. Todos los seres vivos son capaces no solamente de modificar de manera consciente su ambiente y el de otras especies, de forjar relaciones arbitrarias interespecíficas que no necesariamente se orientan hacia alguna utilidad, sino también de modificar el destino de otras especies. El mundo, si se lo observa desde este punto de vista, deviene el resultado siempre cambiante de esta inteligencia y de esta sensibilidad universales y cósmicas de las infinitas formas de vida. Inversamente, ese mental cósmico es producido por una serie infinita de encuentros y decisiones arbitrarias irracionales, tomadas por diferentes especies en diferentes momentos, según las intenciones más extrañas. La mente, es decir la evolución interespecífica, es la vida de la metamorfosis del mundo.

Traducción de Pablo Ires

Este ensayo se publicó originalmente en Metamorfosis (2020), libro traducido al español por Cactus, a quienes agradecemos el permiso para su reproducción.