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ensayo
¿Qué hacer con nuestro cerebro?
un manifiesto neurospinozista
POR Guillermo García Pérez

El libro de Catherine Malabou plantea una pregunta desafiante, y sus respuestas permiten trazar una especie de manifiesto libre por la emancipación política de nuestros cerebros. De paso, nos permite hacer de la razón un concepto mundano.

I

¿Qué cosa puede ser un manifiesto en pleno 2020? Después de su uso intensivo, durante siglos, por movimientos políticos y estéticos, no sólo de Europa sino del mundo entero (en 2021 se cumple un siglo de la aparición de Actual, la hoja volante redactada y firmada por Manuel Maples Arce, primer manifiesto del movimiento estridentista mexicano), ¿qué puede significar un formato al que se recurrió y se manoseó tanto, al grado de que es tan fácilmente caricaturizable? Y, sobre todo, ¿qué resonancia puede tener una forma de escritura que supone la puesta en público de una serie, más o menos articulada, de motivos o intenciones, cuando todo el tiempo hacemos precisamente eso: enunciar categóricamente nuestras creencias en una arena pública ahora extendida a casi todos los rincones de la realidad?

Creo que si lo comprendemos así, como un mero formato escritural, es bien poco lo que queda de él, a no ser restos paródicos. Resulta prácticamente imposible en la actualidad alinear una serie de sentencias que resuman un ethos, estético o político, y al mismo tiempo tengan una relevancia social extendida. Pero hay otra vía, descubierta para mí por Louis Althusser, que muestra que es posible un manifiesto que no pase por el que entendemos como su formato clásico; hay manifiestos subterráneos o, mejor dicho, subtextuales, que el lector debe construir mientras los descubre, o a la inversa: descubrir mientras los construye.

El propio Althusser, con ayuda de Gramsci, realiza esta operación con Maquiavelo de quien descubre o construye una singular lectura: El príncipe, asegura, no es el texto cínico del poder para uso de las élites, sino la puesta en evidencia de sus redes para uso del pueblo. El príncipe, para Althusser, es un manifiesto por el poder popular. Sin un programa explícito, pero en latencia, El príncipe muestra los vectores del poder que, de esta forma, entran de lleno en las leyes del tiempo histórico, leyes materialistas y aleatorias −y ya no metafísicas y teleológicas. El cinismo de Maquiavelo, en todo caso, es un cinismo de lo inmanente, el cinismo de una física del poder ajena a toda representación religiosa o moral. En esta reconfiguración de fuerzas, como asegura Althusser, el Príncipe puede ser cualquiera. Y en ese sentido, a su vez, el texto de Maquiavelo también es un manifiesto democrático.

Los manifiestos, entonces, ya no son enunciados por una voz autoral o autorizada, en un formato predeterminado (formato que los hace hasta cierto punto solemnes, ¡incluso si son Dadá!), sino que son construidos colectivamente, a veces a contrapelo y en gran parte por lectores, que los descubren ya no sólo en textos, y con certeza no sólo en textos políticos sino, como diría Le Clézio, en cada pliegue de la realidad. 

II

Yo encontré un manifiesto en un libro de Catherine Malabou, autora francesa pasada de largo por el mundo filosófico hispanoamericano que, sin embargo, con su libro ¿Qué hacer con nuestro cerebro? hace coyuntura con muchas de las inquietudes políticas actuales. El libro de Malabou ni siquiera es nuevo (al menos no bajo el concepto de novedad del mercado editorial), es de 2004, pero anuncia una serie de temáticas que terminarían por ser centrales en nuestra forma de pensar el mundo. Y es que creo que hay toda una corriente de estudios filosóficos, articulados por la pregunta spinociana del qué puede un cuerpo que se encuentran, orgánicamente, con los avances de los estudios neurocientíficos. Antonio Damasio es sólo la punta más célebre de un iceberg que implica un ambiente en toda regla: estudiar un cerebro y pensar la realidad son ahora modos correlativos y no jerarquizados de comprender la realidad. Al punto de que creo que incluso podía hablarse de un neurospinozismo. El libro de Malabou quiere hacer de esta hipotética corriente de pensamiento una palanca de transformación social.

Ya su inicio es una declaración de intenciones: “El cerebro es una obra y no lo sabemos. Nosotros somos sus sujetos, autores y resultado a la vez, y no lo sabemos”. Ecos evidentes de la frase de Marx: “Los hombres hacen su propia historia pero no lo saben”, que Malabou quiere llevar más allá de su mera relación analógica o retórica, para estrecharse en un vínculo estructural. “Se puede afirmar hoy en día que existe una historicidad constitutiva del cerebro”, agrega, subiendo la vara de su estudio. Historicidad y politicidad del cerebro que, por supuesto, también podrían invertirse: cerebralidad de la historia y la política.

La primera guía de Malabou para comenzar a escudriñar las características de este vínculo es el concepto de plasticidad. Contrario a las metáforas del siglo pasado, que relacionaban al cerebro con imágenes como la del controlador que transmite órdenes de arriba abajo, la de la central telefónica o la de la computadora −imágenes todas de una “frialdad cibernética” que implicaban separar el cerebro de la conciencia−, la plasticidad es el concepto integrador de las neurociencias actuales, “en la medida en que permite pensar y describir el cerebro a la vez como una dinámica, una organización y una estructura inéditas”, capaz de recibir y de dar forma. El cerebro, así, comienza a dinamizarse y generar formas extrañas, singulares, que pronto resonarán en las estructuras sociales mismas. 

A su vez, hay un giro interesante en considerar al cerebro como una entidad modificadora y modificable, ya que si bien parece reafirmarse en su centralidad epistémica, en realidad cede su particularidad ontológica para vincularse físicamente con el resto de las unidades plásticas de la realidad. Es una afirmación con la que, naturalmente, Spinoza estaría de acuerdo. 

Malabou acude agrandes nombres de las neurociencias, Marc Jeannerod o Jean-Pierre Changeux, para hablar de la teoría de la eficacia sináptica (“Si una sinapsis forma parte de un circuito frecuentemente utilizado, aquélla tiende a aumentar de volumen, su permeabilidad se vuelve más grande y su eficacia aumenta”, como puntualiza Jeannerod) y explicar el modelado progresivo del cerebro bajo el efecto de la experiencia del individuo. Esto implica la idea de un cerebro realmente vivo, frágil, que depende de nosotros tanto como nosotros de él, “vertiginosa reciprocidad de la recepción, de la donación, de la suspensión de forma que diseña precisamente la nueva estructura de la conciencia”. La modificación que trae la eficacia sináptica, agrega, concierne incluso a la vida animal más elemental.

Célebremente, Changeux consideró el descubrimiento de la sinapsis y sus funciones tan revolucionario como el descubrimiento del ADN, aunque éste, creo, tenga mayor prensa y literatura. Malabou apunta la diferenciación básica que ambos descubrimientos inauguran: la plasticidad del cerebro constituye un margen de improvisación posible frente a la determinación genética. Esto es, el azar y lo determinado. Pero, complementa la autora, lo que parecería agotarse en una contraposición simple, en realidad es complejizado en una trialéctica del comportamiento corpóreo: tenemos, así, el azar, lo determinado y la plasticidad, dinámica que en realidad debería extender nuestra concepción del comportamiento de los cuerpos sociales por entero. “Si el funcionamiento neural es un acontecimiento, es precisamente porque es susceptible de crear él mismo acontecimientos, de ‘acontecimentalizar’ el programa y, por tanto, en cierto sentido, desprogramarlo”. Notablemente, Malabou no especifica que se esté refiriendo exclusivamente al programa genético, por lo que creo que hay una interesante latencia política en su aseveración.

Los mundos cerebral y político continúan su proceso de entrelazamiento…la francesa acude a Luc Boltanski y Ève Chiapello, del otro lado del problema, desde la playa filosófica, para encontrar afirmaciones similares: “El funcionamiento neuronal y el funcionamiento social se determinan mutuamente […] hasta el punto de que no parece posible distinguirlos entre sí. Como si el funcionamiento neuronal se confundiera con la marcha natural del mundo, como si plasticidad neuronal diera a un cierto tipo de organización política y social su anclaje biológico”. La plasticidad, concluye Malabou, ha llegado a ser la forma de nuestro mundo. Ojo, la plasticidad −el estadio que ha venido a complejizar la oposición simple entre lo azaroso y lo determinado−, no la flexibilidad, el concepto subsidiario del neoliberalismo que extrapola, estratégicamente, ciertos determinismos para tercerizar lo azaroso hacia las partes más débiles del eslabón. Esta distinción es importante en la medida en que inaugura una perspectiva que esa dicotomía, sea en su versión biopolítica dura o blanda, de vigilancia o de control, no permite siquiera vislumbrar.

¿Cómo lo explica Malabou? La autora dice que la flexibilidad opera como una especie de avatar ideológico de la plasticidad. Como su máscara, como su desviación o su confiscación. Y si hay un primer momento en que ambos términos parecen intercambiables, pronto, dice, se descubre una diferencia fundamental: “Ser flexible es recibir la forma o la huella, poderse plegar, adquirir el pliegue, no darlo. Ser dócil, no explotar. A la flexibilidad le falta el recurso de la donación de la forma. El poder de crear, de inventar o también de borrar una huella, el poder de marcar. La flexibilidad, concluye, es la plasticidad sin su genio”. Me recuerda las reflexiones de Santiago López Petit cuando dice que el presente no es una época líquida, sino gelificada, de una materia más maleable que dúctil, aunque definitivamente no solidificada. Se opera, en todo caso, una inversión clave: el estado despotenciado, desvalido, del sujeto flexible puede ganar en agencia y convertirse en un sujeto plástico con, al menos, algún grado de potencia. La pregunta, resume Malabou, no es ¿hasta dónde somos flexibles? sino ¿en qué somos plásticos?

III

El dinamismo de ¿Qué hacer con nuestro cerebro? llega a su punto neural, en todos los sentidos, cuando da cuenta de la capacidad de los procesos sinápticos de cambiar la forma (cambio de tamaño de una zona cerebral, variación de permeabilidad de una zona regularmente activa), y de deshacer una huella para rehacerla de nuevo (labilidad de la huella mnésica). Diferir, recibir o perder la impronta, transformar el programa. Malabou lo sintetiza en una máxima: 

“Todos los cerebros humanos se asemejan en cuanto a su anatomía, ningún cerebro es idéntico en cuanto a su historia”. Las sinapsis, concluye, no están solidificadas, no son simples transmisores de la información nerviosa, “sino que pueden formar o reformar la información misma”, dependiendo de la densidad y complejidad histórica de la experiencia individual. 

Hay, además, una reorganización permanente de la morfología neuronal que, contrario a la creencia común, no decae con el tiempo; un estudio sobre la neurogénesis secundaria le permite a Malabou extender la idea de la regeneración neuronal más allá de los límites tácitos de tal o cual edad: cada día retoñan fibras nerviosas, unas sinapsis se deterioran y otras nuevas se forman, dice junto a Alain Prochiantz.

“La producción de nuevas neuronas no tiene pues simplemente un papel de substitución de las células que mueren, interviene también en la plasticidad de modulación y, de este modo, abre un poco más el concepto de plasticidad llegando a cuestionar el de estabilidad. […] La estatua está viva, el programa cobra vida; allí donde con frecuencia se creía encontrar sólo una mecánica, encontramos un entramado complejo de diferentes tipos de plasticidad que contradicen la representación ordinaria del cerebro-máquina”. Yo modificaría un poco la afirmación final, para sostener que, para contrarrestar mejor esa representación ordinaria, hay que recuperar el concepto de máquina y hacerlo habitar en este nuevo entorno; esto es: lo plástico, tal como lo define Malabou, no tendría por qué oponerse a lo maquínico, más bien habría que pensar la máquina como un artefacto plástico complejo −de lo contrario, se trata de una máquina que no nos interesa. No es que el cerebro no sea una máquina porque es plástico, es que las máquinas participan de la plasticidad al igual que el cerebro.

En suma, nosotros hacemos, en gran parte, nuestro propio cerebro en la medida en que entendemos su proceso de constitución dinámica irremediablemente atado a nuestras experiencias personales, en lo particular, y al devenir histórico-temporal, en general. O, como lo resume bellamente Malabou, nuestra obra cerebral está labrada durante toda una vida en la experiencia íntima del afuera, sea este afuera de dimensiones locales o epocales. Participar de la historia, a cualquier escala, también es hacer nuestro cerebro. “Toda concepción de este órgano es necesariamente política”, dice la francesa, al grado que lo denomina el lugar biológico sensible y crítico de nuestro tiempo. Malabou considera que el progreso de las neurociencias ha hecho posible la emancipación política del cerebro, por lo que (afirmación que considero importantísima) comprender su funcionamiento y el proceso de modelado del que somos capaces es “poner los descubrimientos científicos al servicio de una comprensión política emancipadora”.

Para mí todo este proceso tiene una ganancia adicional que la francesa no menciona: hacer de la razón un concepto definitivamente mundano. Y es que, contra cierta tendencia −que se presume política pero que considero despolitizante−, que ha querido hacer de la razón un concepto contrapuesto al de cuerpo (contraposición lograda sólo al precio de mantener la noción de una razón metafísica, es decir, al precio de jugar para el enemigo queriendo combatirlo), la razón neurocientífica nos permitirá terminar de reunir su funcionamiento con todas las capas de la existencia material. No ejercerá una función de comando central, ¡porque el propio cerebro propicia la existencia de sistemas acentrados!, como ya defendía Deleuze; será más bien el órgano (dicho con todas sus connotaciones materiales) por el que transiten y se encaucen las experiencias del sueño y la vigilia del mundo, con todos sus cuerpos incluidos. “La plasticidad funcional del cerebro deconstruye su función de órgano central y genera la imagen de un proceso fluido presente, de algún modo, por todas partes y en ninguna, que pone en contacto lo interior y lo exterior desarrollando un principio interno de cooperación, de ayuda mutua y reparación, y un principio externo de adaptación y evolución”. La razón será un aliado más de este proceso, un obrero de esa maquinaria hipercompleja, ni más ni menos. 

Outro

“El hombre neuronal no ha sabido hablarse a sí mismo. Es el momento de liberar esa palabra”. Malabou no deja de insistir en la politicidad de su tema, y no deja de insistir en que la tarea de esa liberación corresponde no sólo a los científicos o a los filósofos o, en general, a los expertos, corresponde a todos: el Príncipe puede ser cualquiera. ¿Qué hacer con nuestro cerebro? es un manifiesto subterráneo o subtextual no por su falta de pertinencia o claridad política, sino porque escapa a las que suponemos sus principales temáticas. Y es que no estaríamos a la altura de las lecciones del cerebro si no construyéramos sistemas acentrados, también para nuestra caja de herramientas políticas. (Y nunca se insistirá lo suficiente que, así como el cerebro mismo construye sistemas acentrados, la actividad intelectual que propicia y el trabajo que presupone son entidades colectivas que, en otro espacio, sería interesante revisar a la luz del concepto del general intellect marxiano. Nada de lo que se ha revisado hasta aquí servirá si se considera que ahora la plasticidad es otra de las responsabilidades individuales del sujeto contemporáneo, una carga más en su maleta de tareas exclusivas). Creo que el libro de Malabou sirve asimismo para reivindicar que no puede sostenerse (no más) la idea de una izquierda anticientífica, en aras de conservar quién sabe qué noción de resistencia decolonial, o cualquiera que sea la justificación en turno. Habrá, por el contrario, que tensar sus lecciones en una visión del mundo más amplia, que recoja muchas de las lecciones decoloniales al tiempo que permita potenciar su salida política, tal como defiende la autora. 

Pero entonces, se pregunta Catherine Malabou, “¿de qué nos sirve tener un cerebro nuevo si no tenemos una identidad nueva, si el cambio sináptico no cambia nada? ¿Y qué recogemos de todos estos discursos, de estas descripciones del hombre neuronal, de estas revoluciones científicas, sino la ausencia de revolución en nuestra vida, de ausencia de revolución en nuestro Sí-mismo? ¿Qué nuevos horizontes abren los nuevos cerebros?”. Y responde, y podemos usar tal respuesta como epílogo y apertura, a su vez, de esos horizontes: “Todos los fascinantes descubrimientos de las neurociencias quedan para nosotros como letra muerta, no llegan a destruir nuestras viejas representaciones del cerebro, en la medida en que no son capaces de liberar posibilidades, nuevas formas de vida y, por qué tener miedo a decirlo, nuevas maneras de ser feliz”. Ésta, sin duda, podría ser la guía directriz de un potencial manifiesto neurospinozista. Y una hoja de ruta entera bajo el lema: nuestro cerebro, nuestra obra.