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"Ejiri in Suruga Province" (ca. 1830) de Katsushika Hokusai
ensayo
El mistral y el siroco
hacia un pensamiento sónico
POR Christoph Cox

Un pensamiento que surja del sonido, y no uno que se limite a tematizarlo, implica la reorganización entera de nuestras concepciones filosóficas. Pensar sónicamente significa habitar un territorio donde los cuerpos se disuelven en flujos y flotan independientes como potencias y capacidades virtuales. 

La estética filosófica sufre de una arrogancia peculiar hacia su objeto de estudio, una arrogancia que el “no-filósofo” François Laruelle llama “el principio de la filosofía suficiente” [1]. Con esta frase un poco torpe, Laruelle nombra la pretensión de la filosofía de elevarse a sí misma por sobre cualquier objeto o discurso con el fin de ofrecer una filosofía de dicho objeto o discurso: una filosofía de la ciencia, del arte, de la música, etc. La filosofía se ha concebido a sí misma por milenios como la “reina de las ciencias”, asegurando tener la habilidad de revelar aquello que su objeto no es capaz de revelar sobre sí mismo: la esencia, naturaleza o realidad fundamental de dicho objeto. La filosofía, por ende, domina a su objeto y lo somete al mandato filosófico. La filosofía no se interesa por lo que su objeto tiene que decir por su cuenta, ya que está convencida de que dicho objeto es fundamentalmente ignorante de sí mismo. 

¿Cómo hemos de enfrentarnos a este dominio? ¿Cómo hemos de permitir al objeto que hable, que se posicione al mismo nivel que el pensamiento filosófico, y permitir así que genere conceptos en lugar de estar meramente sujeto a ellos? En el caso de la música y el sonido, ¿qué significaría pensar sónicamente y no meramente pensar sobre el sonido? ¿Cómo podría el sonido alterar o darle inflexión a la filosofía? ¿Qué conceptos y formas de pensar puede generar el sonido mismo? Éstas son las preguntas a las que me quiero dirigir en este texto. Mi propósito es trazar algunas de las maneras en las que la filosofía ha sido o podría ser matizada por el sonido con el propósito de producir no una filosofía del sonido o de la música, sino una filosofía sónica. 

Ontología sónica 

La filosofía sónica comienza no desde la música como un conjunto de objetos culturales, sino desde una experiencia más profunda del sonido como flujo, acontecimiento y efecto. Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche son figuras ejemplares aquí, ya que ambos presentan una metafísica musical en lugar de una metafísica de la música. Para Schopenhauer y Nietzsche, la música representa el mundo directamente tal y como es en sí, así como las fuerzas primarias y movimientos que impulsan todo cambio, tensión, creación y destrucción en la naturaleza. En un pasaje que Nietzsche celebra, Schopenhauer escribe que “La música [...] representa lo metafísico de todo lo físico del mundo, la cosa en sí de todo fenómeno [...] La música ofrece el núcleo más íntimo que precede a toda configuración, o el corazón de las cosas”. [2] 

Para Schopenhauer y Nietzsche, la música y el sonido tienen importancia filosófica porque nos presentan con una ontología que inquieta a nuestra concepción ordinaria de las cosas. En la filosofía, la ontología es la subdisciplina que investiga el ser, que busca determinar lo que es o qué tipos de cosas existen. Normalmente trabajamos con una ontología que comienza y termina con lo que J.L. Austin llama mordazmente “especímenes de tamaño moderado de bienes sólidos”, los objetos de nuestra experiencia cotidiana: manzanas, sillas, árboles, automóviles, etc. [3] Esta ontología ordinaria se extiende para incluir objetos más grandes, como montañas o estrellas, y puede aceptar objetos científicos como partículas subatómicas, siempre y cuando se piensen como versiones diminutas de cosas ordinarias; estables, sólidas y duraderas, aunque pequeñísimas. En efecto, cuando hablamos de “la materia”, tendemos a pensar únicamente en materia sólida. (Pienso que pocos considerarían sustancias líquidas, gaseosas o plasma –agua, aire o fuego, por ejemplo– como ejemplos paradigmáticos de la materia.) Esta ontología ordinaria da prioridad a los sentidos de la vista y del tacto; o más bien, son estos sentidos los que determinan esa ontología cotidiana. Los objetos que pertenecen al olfato, al gusto y a la escucha –invisibles, intangibles y efímeros, por así decirlo– parecen tener únicamente una existencia vaga en relación al estándar de los objetos sólidos ordinarios, cuya presencia garantizan nuestros ojos y dedos, y que son consagrados por el “sentido común”, el cual nombra una jerarquía arraigada de los sentidos en lugar de un acuerdo común entre ellos. 

Sin embargo, los sonidos, los olores y los sabores existen indudablemente, y tienen desde luego tanta materialidad como la que tienen palos y piedras. Para tomar el ejemplo que me concierne, los sonidos hacen que nuestros tímpanos vibren, que las paredes tiemblen y que copas de vino se rompan. Efectivamente, el sonido es inescapable y omnipresente. A falta de párpados para nuestros oídos, nos vemos siempre bañados en sonido, inmersos en él de una manera que el mundo de los objetos visibles no comparte. 

Por ende, una atención hacia el sonido nos provoca a modificar nuestra ontología cotidiana y nuestra concepción de la materia que se acopla al sentido común. El sonido le da validez a un tipo de ontología y a un materialismo muy distinto: una concepción del ser y de la materia que puede explicar la objetualidad mejor de lo que una ontología de objetos puede explicar los sonidos. 

Flujo sónico 

La música siempre nos ha presentado con un problema ontológico, ya que aunque es intangible y efímera –a diferencia de la partitura o de la grabación que intenta capturarla– es también poderosamente física. El arte sonoro –que desde sus inicios en la segunda mitad de los sesenta buscaba desafiar la ontología de objetos, y particularmente al concepto modernista de la obra de arte– complica este problema ontológico. El arte sonoro –a pesar de surgir evidentemente de la tradición cageana en la música experimental– emergía en el contexto de las prácticas posminimalistas de las artes visuales, expuestas en el trabajo de artistas como Robert Morris, Robert Smithson, Robert Barry, Michael Asher y otros. Estos artistas enfatizaban el proceso artístico, la experiencia multisensorial y la inmersión, desafiando así la autonomía, la especificidad del medio y la concepción puramente visual u óptica del arte que caracterizaba al alto modernismo. 

Este desafío del posminimalismo hacia las características modernistas ya mencionadas abrió dos caminos distintos para la práctica artística. El arte podía ir en búsqueda de la “desmaterialización del objeto artístico” [4] por medio del concepto, la idea, el lenguaje y el discurso; o bien, encaminarse hacia una concepción expandida de la materia, que se extiende más allá del dominio limitado de los objetos visuales y táctiles ordinarios y de tamaño mediano (como lo son las pinturas y las esculturas, por ejemplo), una noción de la materia que se entiende como una profusión de flujos energéticos. Aunque algunos artistas veían estos dos caminos como paralelos y no necesariamente divergentes, el arte conceptual tendía a seguir el primer camino, mientras que el arte sonoro se iba por el segundo. Al ser así, el conceptualismo se veía impulsado por programas teóricos latentemente idealistas que insisten que nuestro acceso a lo real es fundamentalmente discursivo, descartando por ende cualquier noción de percepciones, materialidades o realidades no-discursivas. Durante las décadas de los setenta y los ochenta, este programa crítico llegó a dominar las artes visuales y literarias, ofreciendo análisis poderosos, sofisticados y efectivos de imágenes y textos. En contraste, no se le dio seguimiento filosófico o teórico a la provocación que presentaba el arte sonoro. Por ende, el arte sonoro quedó sin una base teorética o un modo de aprensión robusto, quedando así relegado a un estatus menor: en sus mejores momentos, un adjunto a la música; en sus peores, una incursión ingenua o retrógrada al terreno de las artes visuales. Es así que mientras que el arte conceptual se convertía en una de las preocupaciones dominantes de los historiadores y críticos del arte, y una influencia ubicua en el arte de la última mitad del siglo pasado, el arte sonoro permanecía (hasta recientemente) como un modo de hacer arte menor y marginal, que atraía muy pocos análisis críticos o históricos. Considero que no es coincidencia que un nuevo interés por el sonido haya surgido en paralelo a la emergencia de poderosas filosofías realistas y materialistas en la segunda mitad de la década de los noventa. 

John Cage, el pionero más importante del arte sonoro, nos invita a pensar en el sonido y en la música no como aquello que las obras musicales contienen, sino como un flujo anónimo que precede y excede cualquier contribución humana. Esta concepción del sonido permea toda la historia del arte sonoro, desde Times Square de Max Neuhaus, Dream House de LaMonte Young y Music on a Long Thin Wire de Alvin Lucier, hasta los Electrical Walks de Christina Kubisch, la trilogía de las Américas de Francisco López y el trabajo de artistas del soundscape contemporáneo como Chris Watson, Jana Winderen y Toshiya Tsunoda. 

Si aceptamos esta concepción cageana, el sonido constituye un flujo entre muchos otros, y se une a la abundancia de flujos que cataloga Manuel de Landa en su magnífico libro Mil años de historia no lineal, en el cual concibe toda la naturaleza y la cultura como colecciones de flujos –de lava, genes, cuerpos, lenguaje, dinero, información, etc.– que se solidifican y se vuelven líquidos; capturados y librados por medio de varios procesos que son isomórficos en cada uno de estos terrenos [5]. Y sin embargo, como Schopenhauer y Nietzche afirmaban, 

el flujo sónico no es únicamente un flujo entre muchos otros, sino que merece un estado especial dado que modela y manifiesta la multitud de flujos que constituyen el mundo natural de forma tan elegante y con tanta fuerza. 

Acontecimientos sónicos 

El sonido, entonces, afirma una ontología del flujo en la cual los objetos son meramente concreciones temporales de procesos fluidos. Esta ontología del flujo reemplaza a los objetos por acontecimientos, una idea que vemos demostrada en un libro que nos provee con otra instancia ejemplar de una filosofía sónica: Sounds, de Casey O’Callaghan [6]. Los sonidos son intangibles, efímeros e invisibles, pero O’Callaghan demuestra que son, sin embargo, reales e independientes de la mente. Los sonidos persisten en el tiempo y sobreviven cambios en sus propiedades y cualidades. Por ello, no pueden ser tratados como cualidades secundarias relativas al sujeto que observa (como lo son los colores o sabores); tampoco son propiedades de sus fuentes, las cuales los causan o generan pero permanecen aun así separadas de ellos. Dicho de forma breve, los sonidos no están atados a objetos o mentes, sino que son entes con una existencia independiente. 

Esto es exactamente lo que Pierre Schaeffer, el pionero de la musique concrète y uno de los progenitores del arte sonoro, intentaba mostrar en su análisis del objeto sonoro (objet sonore): el objeto sonoro visto como una entidad independiente de su fuente, hacia la cual la grabación de audio dirige nuestra atención, pero que encontramos habitualmente también en nuestra experiencia ordinaria [7]. Para Schaeffer, el objeto sonoro tiene una existencia peculiar separada del instrumento que lo produce, del medio en el cual existe y de la mente del escucha. Los sonidos no son cualidades de otros objetos o sujetos; son, más bien, entidades ontológicas particulares e individuales. Sin embargo, el lenguaje de Schaeffer (el “objeto sonoro”) no da en el blanco; esto es porque los sonidos, en tanto entidades temporales y con duración, están atados a las cualidades que exhiben a través del tiempo. Si hemos de pensar los sonidos como entidades particulares o individuales, tendría que ser no como objetos estáticos, sino como acontecimientos temporales. [8] 

Efectos sonoros 

Esta ontología de acontecimientos es desconcertante, ya que propone que los acontecimientos, los devenires y los cambios existen independientemente de los sujetos y objetos que los producen o que los viven. Dicho de otra manera, le da prioridad al verbo, el cual ya no se piensa como algo subordinado al sustantivo. Esta postura es precisamente la que proponía aquel filósofo sónico Nietzsche, quien proponía que “no hay ningún ‘ser’ detrás del hacer, del actuar, del devenir; ‘el agente’ ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo” [9]. O, como escribía Henri Bergson: “[h]ay cambios, pero no hay, bajo el cambio, cosas que cambian: el cambio no tiene necesidad de un soporte”. [10]

Si la filosofía sónica libera al hacer del agente, al devenir del ser, o al verbo del sustantivo, libera a su vez al efecto de la causa. Gilles Deleuze desarrolla ampliamente esta ontología del efecto al distinguir –siguiendo a los estoicos– entre dos tipos de entidad [11]. En primer lugar, existen cuerpos que tienen varias cualidades, que actúan y sobre los cuales se actúa, y que habitan situaciones en el mundo. Sin embargo, junto con estos cuerpos existen acontecimientos o efectos incorpóreos, que son causados por cuerpos pero que difieren de ellos en su naturaleza. Al igual que Nietzsche, Deleuze nos invita a pensar la ontología del verbo como algo distinto a la ontología del sustantivo (los cuerpos) y del adjetivo (cualidades); el verbo como puro devenir, independiente de un sujeto. Tales devenires son capturados de mejor manera por verbos infinitivos (“cortar”, “comer”, “enrojecer”, etc.), los cuales carecen de un sujeto y no se ven atados a algún contexto en particular [12]. Estos verbos describen simplemente varios poderes de alteración en el mundo, poderes de devenir que se manifiestan de muchas maneras. 

Los sonidos –en tanto flujos en continua variación que se pueden separar de sus causas pero que mantienen una existencia propia independiente– ejemplifican esta ontología de acontecimientos y devenires en dos sentidos. En primer lugar, los sonidos no son objetos estáticos ni corresponden a un sólo punto, sino que son flujos temporales y con una duración; por ende, concuerdan con una explicación empírica de los acontecimientos y devenires entendidos como procesos y alteraciones. Más allá de este sentido empírico, los sonidos son acontecimientos y devenires también en otro sentido: en un sentido “puro”, “incorpóreo” o “ideal”. Ya hemos dicho que los sonidos no son únicamente “acontecimientos”, sino “efectos” que resultan de causas corpóreas, pero que se mantienen separados de esas causas y con una existencia independiente propia. Sin embargo, los sonidos son efectos también en el sentido en el cual los científicos hablan del “efecto Kelvin”, el “efecto Mariposa”, o el “efecto Zeeman” [13]. Tales descripciones nos refieren a patrones recurrentes de posibilidad; multiplicidades difusas que tienen, no obstante, una coherencia o consistencia. Aislar o individuar tales efectos es muy diferente a hacer lo mismo con una cosa, una sustancia, un sujeto o una persona. Deleuze las llama “haecceidades”, un término que nombra un modo de individuar propio de los acontecimientos: un viento (el mistral o el siroco, por ejemplo), un río, un clima, una hora del día, un ánimo, etc. [14]. Los “efectos” de este tipo emergen históricamente (por ello que con frecuencia se les atribuya a los científicos que los aislaron) pero son recurrentes, y forman invariables relativas que son irreducibles a sus instancias empíricas. 

Esta noción del “efecto” independiente de una causa tiene una gama amplia e importante de usos en el mundo del audio. Los músicos utilizan el término para referirse a las modulaciones tímbricas y de textura (reverb, fuzz, echo, flange, distortion, etc.) que producen las llamadas “unidades de efectos”, aparatos de procesamiento de señales electrónicas. Los investigadores Jean-François Augoyard y Henry Torgue han adoptado esta lista de “efectos”, expandiéndola más allá del campo de la música para generar un catálogo de 82 “efectos sónicos” (effets sonores) que caracterizan los paisajes sonoros urbanos cotidianos: atracción, borrosidad, chain, dilatación, fade, etc. A pesar de estar inspirados por Schaeffer, Augoyard y Torgue abandonan el “objeto” de Schaeffer a favor del “efecto” de Deleuze, con tal de describir el paisaje sonoro no como un campo de entidades discretas, sino como un flujo de haecceidades; modalidades e intensidades auditivas recurrentes pero transitorias. [15]

Podemos encontrar otra expansión aún más extravagante de la noción y el número de efectos auditivos en los archivos de “efectos de sonido” que utilizan las industrias radiofónicas y de cine desde la década de 1920. El “efecto de sonido” es una entidad muy peculiar, ontológica y estéticamente hablando. Producidos generalmente de forma anónima y sin atribución a un autor o compositor, estos sonidos son producidos para ser incorporados a programas de radio, películas, series de televisión y videojuegos; sin embargo, flotan libres de esas instancias concretas y constituyen una reserva general que puede ser usada en producciones y contextos muy distintos. En el cine, se agregan a objetos y situaciones particulares en la pista de imagen con el fin de proveer un complemento auditivo convincente, pero a menudo son generados por fuentes y acontecimientos que tienen muy poco que ver con los objetos o situaciones que los terminan recibiendo (hojas de metal producen el sonido de truenos, lechuga congelada genera el sonido de huesos rompiéndose, etc.) Más aún, los efectos de sonido a menudo se combinan con otros para generar nuevos efectos que se apartan todavía más de sus componentes. 

Las peculiaridades ontológicas y estéticas de los efectos de sonido han sido exploradas por numerosos artistas. El dúo de Chris Kubick y Anne Walsh, quienes trabajan con colecciones comerciales de efectos de sonido, presentan esos efectos en su estado virtual, como archivos de audio indexados con nombres que son al mismo tiempo singulares y genéricos (“Transformación Anfibia 4 de Piedra a Carne”, “Rechino de Metal Grande 2.R”, “Zumbido de Poder, invisible .R”). Los sonidos en sí manifiestan también esta combinación de lo singular con lo genérico: aunque generados por fuentes y causas específicas, son capaces de significar y funcionar de maneras más amplias. Full Metal Jackets (2005), por ejemplo, es una escultura sonora que consiste en 32 bocinas pequeñas repartidas a lo largo de un muro de nueve metros. Una computadora elige sonidos al azar de una colección de 500 grabaciones de cartuchos de bala cayendo al piso, y los manda a las bocinas por medio de ocho canales. Al pie del muro y de cara al mismo, una pantalla muestra en tiempo real los nombres de los archivos, los cuales especifican con lujo de detalle el tipo de cartucho utilizado y el material de la superficie sobre la cual caen. No obstante, en cuestión auditiva, la instalación es sumamente tranquila y no violenta, algo así como una composición aleatoria y austera para percusión, o como una cascada de lluvia. La atención del escucha es atraída hacia las diferencias tímbricas y de textura entre los sonidos, más que hacia sus referentes en el mundo real o en el cine [16].

Otra escultura de Kubick y Walsh, To Make the Sound of Fire [Para Hacer el Sonido del Fuego] (2007), enfatiza de forma similar la divergencia entre fuente, sonido y función [17]. Esta pieza silente consiste en una caja de plexiglás que contiene unas cuantas hojas arrugadas de papel de cera (el material que utilizan los artistas de Foley para generar el sonido del fuego), y nos invita a imaginar el sonido que tal material podría generar, con tal de compararlo con lo que imaginaríamos en nuestro oído interno como “el sonido del fuego”. El verbo infinitivo del título subraya el papel de este efecto de sonido –al igual que cualquier otro– como haecceidades o singularidades, elementos o procesos que se aproximan a otros en el proceso de encarnar entidades y acontecimientos cinematográficos. 

El proyecto reciente de Kubick llamado Hum Minus Human (2012) reúne de manera agradable varias características de la ontología sónica que he descrito [18]. Este proyecto, un video de un sólo canal, presenta un subcatálogo casi aleatorio de drones reunido al buscar la palabra hum en una colección comercial de efectos de sonido, substrayendo de esos resultados aquellos que incluyeran sonidos “humanos”. La pieza combina libremente sonidos de la naturaleza, de la cultura y de la industria, sonidos que conforman el trasfondo sónico de nuestra vida cotidiana: transformadores de luz y chicharras, soldadoras y abejorros (raíz etimológica de la palabra drone en inglés). En cierto sentido, el minus human del título describe simplemente una función de la búsqueda que se hace en la base de datos. Pero tiene también un significado más amplio que nos sintoniza con ese flujo sónico de Cage, Nietzsche y Schopenhauer, aquel que precede y excede al ser humano. 

Esta concepción del flujo sónico –junto con la ontología de acontecimientos y efectos que éste afirma­­– es extraña: tiene la función de desconcertar nuestras maneras ordinarias de hablar, de percibir y de concebir. Tal concepción será rechazada o ignorada por cualquier estética filosófica que se acerque al sonido y a la música armada desde el inicio con un aparato conceptual. Sin embargo, filósofos sónicos como Schopenhauer, Nietzsche, Schaeffer, Cage, O’Callaghan, Kubick y Walsh hacen filosofía de otra manera.

Al partir de una fascinación por el sonido, lo siguen a donde sea que éste los guíe, encontrando así un mundo extraño en el cual los cuerpos se disuelven en flujos, donde los objetos no son más que el residuo de los acontecimientos, y donde los efectos no tienen ataduras a sus causas, sino que flotan independientemente de ellas como potencias y capacidades virtuales. 

Pensar de esta forma es rechazar la empresa idealista que consiste en imponerle conceptos filosóficos a lo real, o de subordinarlo a un grupo de síntesis formales que se toman como algo ontológicamente separado. El pensamiento sónico, en cambio, sigue los flujos de materia y energía que constituyen lo real, produciendo conceptos que son a su vez instancias de las síntesis por medio de las cuales lo real se articula a sí mismo. 

Traducción de Andrew Crossley
 

1] Ver, por ejemplo, Laruelle, François, “A Summary of Non-Philosophy”, en The Non-Philosophy Project, G. Alkon y B. Gunjevic, editores (Nueva York: Telos Press, 2012), pp. 25ff. En el contexto de la estética, ver Laruelle, Photo-Fiction, a Non-Standard Aesthetics, D.S. Burk, trad. (Minneapolis: Univocal, 2012), pp. 3ff. 

[2] Schopenhauer, Arthur, El mundo como voluntad y representación I, Pilar López de Santa María, trad. (Madrid: Editorial Trotta, 2016), p. 319; citado por Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, apartado 16. Para más sobre Schopenhauer y Nietzsche en torno a la música y el sonido, ver Cox, Christoph, “Beyond Representation and Signification: Toward a Sonic Materialism”, Journal of Visual Culture, 10(2) (Agosto 2011), pp. 145-161. 

[3] Austin, J.L., Sentido y percepción, Alfonso García Suárez y Luis M. Valdés Villanueva, trad. (Madrid: Editorial Tecnos, 1981), p. 46. 

[4] Ver Lippard, Lucy R., Seis años: la desmaterialización del objeto artístico, Ma. Luz Rodríguez Olivares, trad. (Madrid: Ediciones Akal, 2004). 

[5] De Landa, Manuel, Mil años de historia no lineal, Carlos De Landa, trad. (Barcelona: Gedisa, 2012). 

[6] O’Callaghan, Casey, Sounds: A Philosphical Theory (Oxford: Oxford University Press, 2007). 

[7] Schaeffer, Pierre, Tratado de los objetos musicales, Araceli Cabezón de Diego, trad. (Madrid: Alianza Editorial, 2003), pp. 56-59. 

[8] O’Callaghan, op. cit., pp. 11, 26-7, 57-71.


[9] Nietzsche, Friedrich, La genealogía de la moral, Andrés Sánchez Pascual, trad. (Madrid: Alianza Editorial, 1996), p. 52 

[10] Bergson, Henri, “La percepción del cambio (Segunda conferencia)”, Jesús M. Morote, trad. Consultado el 4 de Febrero de 2021. https://arjai.files.wordpress.com/2016/10/bergson-lapercepcic3b3n-del-cambio-segunda-conferencia.pdf

[11] Ver Deleuze, Gilles, Lógica del sentido, Miguel Morey, trad. (Barcelona: Ediciones Paidos, 1994), pp. 28ff; Deleuze, Gilles, y Parnet, Claier, Diálogos (Valencia: Pre-Textos, 1980), pp. 72-76; Deleuze, G. y Guattari, F., Mil mesetas: Capitalismo y esquizofrenia, José Vázquez Pérez, trad. (Valencia: Pre-Textos, 2002), pp. 90ff; Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, ¿Qué es la filosofía?, Thomas Kauf, trad. (Barcelona: Editorial Anagrama, 1997), pp. 26, 126-128, 157ff. 

[12] Deleuze (1994), pp. 189-191 

[13] ibid., pp. 31, 89, 188-9

[14] Deleuze y Guattari (2002), p. 264; y Deleuze y Parnet (1980), pp. 104ff. 

[15] Sobre las nociones del acontecimiento y el efecto en Deleuze, ver Augoyard, Jean-François, y Torgue, Henry, eds., Sonic Experience: A Guide to Everyday Sounds, A. McCartney y D. Paquette, trad. (Montreal: McGill-Queens University Press, 2005), pp. 10, 154 (nota al pie). Deleuze menciona brevemente los “efectos sonoros” como instancias de acontecimientos incorpóreos en Lógica del sentido, Deleuze (1994), pp. 31, 89, 188-9. 

[16] El proyecto está documentado en http://www.doublearchive.com/projects/full_metal_jackets.php (consultado el 5 de febrero de 2021) 

[17] Ver http://www.doublearchive.com/projects/make_sound_of_fire.php (consultado el 5 de febrero de 2021) 

[18] Un extracto se puede consultar en http://www.socalledsound.com (consultado el 5 de febrero de 2021)