Con el célebre performance de Chris Burden como disparador, este ensayo plantea que la cada vez más lograda sobreexposición de materialidad y virtualidad requiere de estrategias inauditas. Dentro de la propia ludificación de la vida, hay vías para combatir la idea de que no hay alternativa.
El 19 de noviembre de 1971, Chris Burden se paró frente a un muro de un espacio artístico en California y se ofreció como blanco para que le dispararan. Como parte de su ahora icónico performance Shoot, un amigo de Burden se colocó a cinco metros de distancia, apuntando un rifle de 22 mm a su brazo izquierdo. Una bala fue disparada. Se suponía que la bala apenas rozaría el brazo de Burden, sin embargo lo perforó apenas librando el hueso. El resultado fue una herida que salpicó de sangre el espacio.
Ahora, juguemos limpio desde el principio y reconozcamos que las balas ceden el paso fácilmente a los cánones. Uno podría argumentar sin rodeos que lo que Burden hizo aquí no fue más que un acto machista arrogante que sirvió para consolidar su carrera. Fue precisamente este acto radical pero simple el que catapultó a Burden de ser un escultor recién graduado al estrellato artístico. Pero mi intención aquí no es hablar de Chris, sino de la carga que detonó una acción como ésta. Independientemente de si se juzga por el alcance del ‘canon’ o si es visto desde la mirilla de una pistola, creo que esta acción es ejemplar y vale la pena revisarla de muchas maneras porque era entonces una apuesta, un juego del que no se podía prever el resultado. Aun cuando Burden se pensó a si mismo como la escultura, esta no era una obra de arte más, era un asunto serio; había mucho en juego. Shoot se asemejaba a una película pero era real.
Ser real es estar en sincronía y ser uno con la vida, superar la representación. Esta es una preocupación tradicionalmente asociada con el arte de las vanguardias históricas de inicios del siglo XX. Al revocar la autonomía inscrita en la separación entre el arte y la vida, las vanguardias anunciaron un potencial revolucionario que consistía en eliminar el rol institucional de esa autonomía y reclamar su estatus dentro de la vida misma. El arte debía liberarse de su rol de mera representación y encontrar una forma más democrática de ser practicado por todos.
En el espíritu mismo de la vanguardia, nada parecía más efectivo para minimizar la brecha entre arte y vida que el arte performativo o el arte corpóreo, la forma artística por excelencia. Se pensaba este arte como el arte autónomo hasta la médula, ahora en manos del propio artista, único e irrepetible. El cuerpo era visto como el último umbral para romper con la representación, moviéndose entre la vida desnuda y el fallecimiento definitivo, entre la victoria vigorosa y el fracaso fulminante.
El cuerpo humano es un sistema complejo, al igual que la economía que crea, la tecnología con la que se conecta y el mundo en el que habita. En este mundo, la representación sigue siendo virtualmente ineludible. Mientras que la representación esté vinculada con nuestros sentidos físicos, nuestra habilidad de percibir, de experimentar, ver, crear, informar y ser parte del mundo, permanecerá inexorablemente ligada a nuestra existencia –siendo aquello que da forma a nuestra realidad y cuerpo a la política. Se podría considerar que estos objetivos están en el centro de las acciones de Burden. Shoot puede ser leída como un ataque directo a las reglas y regulaciones de la representación, un esfuerzo desesperado para romper con la realidad.
Pero uno podría preguntarse todavía cómo un acto en apariencia tan absurdo de sujeción deliberada a un arma podría ser considerado arte. Burden afirma que su pieza nunca tuvo la intención de poner al cuerpo en peligro al perforar realmente la carne pero, al ver que lo hizo, terminó por exponer tanto la vulnerabilidad como la increíble resiliencia del físico humano. En vez de que el marco artístico revelara al cuerpo, la bala que lo perforó reveló el marco artístico, demostrando que, al igual que un afecto, el arte tiene la capacidad de desencadenar un movimiento como una respuesta vital.
Pero mi objetivo aquí no es seguir prolongando la tortura de tener que separar lo que es y no es arte, así que simplemente convengamos que sí lo es. La otra pregunta, más intrigante, sería: ¿bajo qué medidas fue real?
Un real es un original, no un falso, no una copia. Como humanos aprendemos a interpretar y a relacionarnos con nuestro entorno a través de la representación. La representación es lo que promete una forma a la sustancia, y la forma actual es la información hecha cuerpo principalmente mediante imágenes. Como sabemos, las imágenes no sólo se parecen a la realidad, son agentes activos que forman nuestro propio entendimiento de ella, pero si la realidad se comprende y procesa por la visión, entonces la digitalización ha hecho imposible diferenciar entre original y falso. Con la proliferación de las tecnologías de comunicación, se hacen copias indistinguibles sin esfuerzo en un abrir y cerrar de ojos, en menos de lo que toma presionar un botón. La búsqueda de imágenes de mayor resolución hace todavía más difícil para nuestros ojos confiar en qué es real. Tiziana Terranova describe el giro digital como un cambio de la representación a la información.
Esto no quiere decir que la representación haya desaparecido (a fin de cuentas las imágenes se han vuelto más móviles y ubicuas que antes), más bien su lugar se desplazó de un macroestado de representación a los aspectos numéricos y moleculares transportados en su flujo informacional, haciéndolos computables, rentables e imperceptibles. Estos cambios algorítmicos tienen profundas consecuencias en nuestro esfuerzo de asirnos a la realidad, al crear desequilibrios estructurales entre lo que solía considerarse el mundo físico y su contraparte digital. A medida que alimentamos continuamente los algoritmos a través de clics, pistas, rastros y likes, se vuelven más poderosos en remodelar activamente lo que entendemos por representación. Este mundo de código está en gran medida cancelado de nuestro entorno material directo y, a medida que se vuelve más centralizado y opaco, se vuelve un desafío persistente navegar y otorgar sentido a nuestro entorno. Nos quedamos en la oscuridad, con formas trastornadas de representación que se vuelven cada vez más irresponsables, intratables, absurdas, distractoras, dudosas, peligrosas, feas e invisibles.
Sea una representación política, una representación cultural o una obra de arte, el esfuerzo de la representación misma por reflejar, inspirar y mantener la realidad se siente en crisis actualmente. Nos encontramos en estados de constante distracción digital y presión permanente para desempeñar una realidad cotidiana que se caracteriza por iniquidades económicas, conflictos asimétricos, fascismo en ascenso, líderes intolerantes, bastardos como presidentes y mucha mierda que nos venden como arte contemporáneo. Para ir al grano: hay una profunda y continua crisis que se manifiesta en nuestra realidad y parece que no podemos confiar en la representación para salir de ella. ¿Cómo pasar de la representación a la acción?
Animarse es moverse. Hoy, los mercados se mueven libremente mientras que los cuerpos permanecen anclados a la tierra. En términos metabólicos, el movimiento es una señal de vida y su ausencia una condición fatal. Actualmente, la circulación y la movilidad son o una moda o un privilegio del que disfrutan principalmente los cuerpos blancos, las imágenes y las economías de libre mercado. Cada vez más, las lógicas desconcertantes de los mercados financieros aumentan la realidad y gobiernan el movimiento, asumiendo gran parte de los procesos políticos previos. Entregarse deliberadamente como un target ya no es un gesto absurdo, se ha vuelto normal. El estado de proliferación de la tecnología digital ve al cuerpo como un target claro: los cuerpos estáticos son targets fáciles. Los cuerpos son capturados por la ubicuidad de las pantallas, mientras que el motor procesual de nuestra economía digital, alimentada por la automatización, acumula ganancias a través de procesos cognitivos más que por la fuerza del trabajo físico. Las economías centralizadas son, por lo tanto, dependientes de nuestra fijación en la mirada, para lo cual estamos siendo capturados por el movimiento de nuestras imágenes, más que a la inversa.
Todos nos hemos convertido, hasta cierto punto, en actores de una economía de la atención gobernada por algoritmos, donde se demanda rendimiento, y aun así, de alguna manera, se batalla para animar al cuerpo por completo. Desde la perspectiva del big data puede ser irrelevante incluso si uno esta vivo o muerto, mientras que siga las tendencias. En este sentido, parece lícito cuestionar si el capitalismo actual siquiera necesita a cuerpos animados, vivos y trabajadores como tal.
La vida real no debe parecerse a un juego. Se nos enseña que la vida no es un juego porque, ya saben, #YOLO. Un juego es visto como goce, por lo tanto, distinto al trabajo, que por lo general se realiza a cambio de una remuneración. Hoy, sin embargo, esas distinciones entre la vida cotidiana, el juego y el trabajo son cada vez más equívocas. La transferencia de la productividad del trabajo humano a las máquinas y al código subsume al cuerpo en procesos dominantes de dataficación, dando lugar a una nueva economía de la captura, en la cual la auto-optimización y el rendimiento son los valores principales. Por lo tanto, las aspiraciones radicales de los artistas pioneros del performance no son ya avant-garde, han sido, en todo caso, absorbidos y apropiados por la norma. El teórico de medios Alexander Galloway llega incluso a decir que estamos en un periodo de “capitalismo lúdico” –una economía del juego– en la cual las interfaces extraen valor tanto de nuestro trabajo como de nuestro ocio.
El fenómeno del yo cuantificado y la ludificación de la vida a través del software, las apps y los paneles de control parecen confirmar tal afirmación. En la economía digital actual, la percepción está organizada por la ubicuidad de interfaces y pantallas, donde el valor es extraído del usuario y de los protocolos del juego. La realidad misma se parece cada vez más a una escena de un videojuego, sólo que no sabemos por qué estamos luchando. Parecemos completamente desorientados, sin saber hacia dónde apuntar o incluso cómo prepararnos para un posible combate. La vida puede estar informada por los juegos, pero el peso de la realidad todavía se siente dolorosamente real. Por otro lado, la realidad es siempre más que una. Quizá nadie ha sido más susceptible a este hecho en la historia como el artista, así que volvamos a nuestro ejemplo en busca de algunas pistas.
Aunque la acción de Burden se realizó hace 45 años, hay algo perturbador y atemporal detrás de la simplicidad de una acción tan terrible. El performance de Burden fue la materialización de formas extendidas de violencia mediadas por la televisión, pero contenía a la vez muchos elementos del juego convencional del francotirador. Comúnmente, el propósito de los juegos de francotirador es disparar a los oponentes y continuar con la misión sin ser asesinado. El performance de Burden invertía esa lógica al redirigir intencionalmente el target sobre sí mismo. Lo que hizo Shoot hizo fue desafiar la comprensión del cuerpo como lo real definitivo. Puso el target sobre el cuerpo como si éste fuera reemplazable, repetible, duplicable, una especie de sustituto. Al hacerlo, impregnó lo real con una dimensión de juego por medio de una apuesta con la mortalidad. Quizá no fue capaz de romper con ella, pero sí de confundir la realidad al confrontarla con su propia violencia. Quizá lo que se demuestra finalmente es que en tiempos de necesidad, incluso los actos de juego más irracionales pueden ser herramientas útiles de transgresión. En el mundo contemporáneo, regido por la lógica de la captura y el juego, esta es una idea a la que vale la pena aferrarse.
La creciente codificación de la vida ha traído consigo grandes variaciones de la visión actual, pero lo que vemos no siempre es lo que hay. Los flujos de información que constituyen la sociedad regida por datos está formando todo tipo de nuevos y complejos paisajes informativos, que prefieren el movimiento más allá de la interfaz o la pantalla. El teórico de medios Espen Aarseth llama a este tipo de topologías digitales “cibertextos”. Dice que para navegar estos textos se requiere de un tipo de involucramiento que es mucho más complejo que el modelo enviar-recibir. Enfatiza que “el lector de cibertextos es un jugador, un apostador, el cibertexto es un juego-mundo o un mundo-juego; es posible explorar, perderse y descubrir nuevos caminos en el texto, no metafóricamente sino a través de estructuras temáticas de la maquinaria textual”. Se podría asumir que a través de estas formas de participación podríamos lograr una reconfiguración completa de nuestra comprensión del tiempo y el espacio, lanzando balísticas a una curva difícil. Un juego-mundo de “la vida en reaparición”, no una segunda vida. [1]
No sería descabellado pensar que vivimos en un mundo en el que los revólveres son representados como plátanos pintados con spray y las armas se compran como si fueran pistolas de agua en una tienda de segunda mano. Un juego-mundo en el que las economías se elevan a medida que colapsan y el dinero se desvanece como confeti en el aire. Un mundo en el que no pesan las monedas de Blockchain, de una sola Nube oscura, en el que las jerarquías se horizontalizan al ritmo de Gloria Estefan, mientras los latidos gozosos de la conga forman miríadas de cadenas humanas en la nube número nueve. ¡Reviertan todos los targets! ¡Voltea el ritmo! ¡El ritmo viene por ti! Admito que esto suena un poco exagerado, pero realmente anima a nuestra imaginación a volar.
En cambio, lo que tenemos es PokémonGo y Face Swap. Las balas aún matan, los cuerpos en peligro se ven obligados a quedarse quietos o amenazados con ser deportados, los mercados gozan de movimiento sin restricciones y el tiempo y el espacio no se han movido mucho más allá del FaceTime.
El tipo de juego que estamos jugando hoy no es ni completamente virtual ni material. No se trata tanto de un intercambio como de una sobreexposición de la virtualidad en una materialidad fuertemente entrelazada con rastros de lo humano.
Tan sólo observemos a las estampidas de jugadores animados por sus pantallas moviéndose por nuestras ciudades, buscando al más raro de los monstruos coleccionables, sólo para encontrarse en un punto muerto cuando llegan a los campos minados de Bosnia, los paisajes radioactivos de Fukushima o los memoriales del Holocausto en Alemania. La única acción que parece que estamos realizando es encontrar el camino hacia los horrores de nuestro propio pasado.
Lo real virtual de hoy, sin embargo, es el dinero y el mercado. Invisibles, discretos, perniciosos, pero tan reales como el cambio climático, los mercados financieros son nuestra Inteligencia Artificial. Ellos juegan, nosotros participamos. Ellos gobiernan, nosotros actuamos. Ellos plantean demandas, nosotros cerramos todos los tratos. En estos estados nauseabundos de performance permanente, ¿cómo jugar de otra manera?
La ludificación no es sólo evidente en la pantalla, sino que toca varios aspectos de la vida. Consideremos, por ejemplo, cómo las economías son remplazadas por monopolios. Veamos cómo las democracias se reducen a juegos estratégicos de ajedrez, cómo los líderes incompetentes engañan para llegar a posiciones de poder. Vivimos en sociedades y economías definidas por un impulso competitivo por la victoria y las ganancias, donde la razón, la lógica y las reglas difícilmente aplican. Nada alude más a esta realidad que algunos de las políticas globales más irreales que estamos presenciando. ¿Cómo resistir tal realidad? ¿Hay forma de contraatacar? ¿O no hay otra opción más que seguir el juego?
En 1977, antes de siquiera tener un contrato discográfico, Laurie Anderson lanzó su primer sencillo, It’s Not The Bullet That Kills You, It’s The Hole, dedicada a Chris Burden, sugiriendo que el peligro nunca es la fuerza externa, sino nuestra capacidad de absorber su impacto.
Más de un siglo después de las vanguardias, podemos concluir que el salto del arte a la vida se ha vuelto cada vez más evidente. La ludificación de la vida no es más que un ejemplo de ello. Lo que es quizás más alarmante es la ausencia manifiesta de una sacudida revolucionaria que supuestamente debería de acompañar un hecho como éste. En cambio, lo que ha vuelto a la vida podría resumirse como miseria en repetición. Un lugar entre la ‘reaparición’ y la ‘muerte permanente’ [permadeath] [2]: hemos alcanzado lo que bien podría describirse como estado de estasis, tanto en términos de un estancamiento literal, como diría Agamben, como de un paradigma político de guerra planetaria interminable y de futuro sin futuro. El mundo se mueve más rápido de lo que podemos seguir, y aun así parece que nos hemos acelerado hacia una inercia irreparable.
Sea a la izquierda o a la derecha –estasis o crisis–, no hay mucho hacia donde moverse. Independientemente de cómo se mire nuestra situación, cualquier paso hacia el futuro será una apuesta. Al igual que Shoot fue una apuesta con la mortalidad indexada entre la “vida real” y la “muerte real”, tendremos que apostar para salir de las nociones de lo real indexadas en formas dudosas de representación, ficciones falsas, sistemas en ruinas, políticas refractarias, territorios rasgados y formas agotadas de vida.
Puede ser que ya seamos targets de nuestros sistemas, paralizados por nuestras tecnologías, cegados por nuestras representaciones, defraudados por nuestros líderes o incluso heridos por nuestros oponentes, pero ¿cómo combatir la idea de que no hay alternativa? Me viene a la mente un juego en el que ciertos mamíferos, algunos peces y la humanidad en particular siempre han sido excepcionales. Cuando todo falla, ¡cierra los ojos y hazte el muerto! Es probablemente el juego más viejo que existe, pero en su banalidad podría ser más relevante que nunca. ¿Cómo es esto? Hay una pequeña, pero decisivamente real, diferencia entre ser un zombi y hacerse el muerto, y tiene que ver con la agencia. Es la misma pequeña entre moverte y bailar, entre un silbido y un soplido, entre un corte y un rasguño, entre hacer y posar, entre disparar y compartir, entre sobrevivir y seguir vivo. Elige uno y déjate guiar por él. Si no puedes moverte, flota. Destruye, no dañes. Gotea, no sangres. Encripta, no exclames. Confunde, no debatas. Juega al muerto, pero no mueras por dentro. Practica esto para que, antes de que sea fatal, juguemos libremente. Juguemos con locura, insensatamente, apasionadamente, peligrosamente, convincentemente –diferentemente.
Hay, sin embargo, un requisito: en un mundo de formas de representación engañosas, no podemos confiar en nuestra visión para informarnos sobre lo que es real. Si hoy queremos jugar de forma diferente, tendremos que hacerlo con los ojos cerrados.
[1] El autor utiliza los términos life on respawn, concepto de los videojuegos para describir la reaparición de un personaje después de haber sido asesinado; y second life, que hace referencia a la comunidad virtual del mismo nombre. N. de les T. [2] Al concepto de respawn, en el mundo de los videojuegos se le opone el de permadeath, dando a entender que el personaje muerto no reaparecerá. N. de les T.
Este texto fue posible en parte gracias al apoyo de los Mondriaan Fonds. Agradezco a Penny Rafferty por su acompañamiento, por despertar el deseo de terminar este texto y por ayudarme a mejorarlo significativamente. Agradezco sobre todo a la gente hermosa de la clase de Landscape en la UdK de Berlín, por enseñarme a jugar. Esto es para ustedes. Un disparo en el brazo fue publicado originalmente en noviembre de 2016.