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Galaxia lenticular PGC 83677, sola entre la multitud. Nasa (2017)
ensayo
Solas con todo
POR Lucía Naser

¿Puede ser la intimidad una lengua propia? Si nuestras existencias parecen estar a la intemperie, ¿no debemos elevar la apuesta y pensar, aunque sea transitoriamente, la intemperie de la comunidad? ¿Qué nuevos vínculos encontraríamos ahí?

¿Qué hago ahora conmigo misma? ¿Y a quién le importa un carajo lo que tenga para decir(me)? Y sin embargo no hay materia más ineludible. 

Buscándole sentido teleológico a esta pandemia no llego a ningún lado. Con la ficción a cuestas, inventarme uno me está salvando. Pruebo bailar esta defensa de la soledad y este rescate extraño de la relación conmigo misma. Me aferro a eso como a un plan, como a un plano. Hace demasiado tiempo que sé que huyo, más que nada, de mí. Al final quizá el infierno no son les otres. 

Infiernos compartidos, diría yo. La búsqueda de un propio ritmo es también camino a la comunidad con otres. Cómo vivir juntos puede ser la coartada para pensar sobre cómo vivir solas. Qué difícil poner de moda la soledad, ir contra el tiempo. La popularidad es la moneda más cotizada, más que el índice Dow Jones. Ser escuchada y vista por otres es el máximo valor. A cualquier costo. Followers incondicionales.

La soledad es peligrosa. Le tememos y no es por nada. Salvo excepciones reglamentadas, la soledad es vista como patológica, desviada, anormal. La soledad en términos individuales está mal vista pero más que resolverla se nos pide ocultarla. Las paradojas del individuo masa. 

Si Foucault se despertara hoy, en la “nueva normalidad”, yo creo que se pega un tiro. 

De verdad que intenté escribir sobre la soledad durante la cuarentena pero lo que menos hemos hecho es estar solas. Con presencias que van desde la televisual a la telepática, la fuerza de la conformidad se cierne sobre nuestros cuerpos como un yunque pesado. Vivimos momentos fotografiables y viralizables, performances potencialmente compartibles, en pose. A la intensidad hay que buscarla en la pantalla.   

Mundo-anestesia. Cada vez más acostumbradas a estar quietas. Incluso hemos mejorado en el oficio de estar físicamente solas. ¿De qué sirve esta habilidad? 

Estamos en contacto con otres sin descanso, pero ¿qué tipo de contacto? El odio es una relación de intimidad. Se dice que exponerse es vulnerabilizarse, pero ¿desde cuándo querer estar sola me da culpa? Sola sola, digo. Me encuentro convenciéndome de que aislarme no es una buena idea. 

La sociedad del espectáculo y la cultura de las redes asentaron dispositivos de sociabilidad que nos imponen elegir siempre estar con otres. Toda una retórica de compartir, de exponerse como sinónimo de vulnerabilizarse y de que somos seres gregarios por naturaleza fue minando, excluyendo e incluso penalizando ese territorio que llamamos la soledad. Pero al mismo tiempo en que el colectivismo compulsivo se impone, el individualismo y la venta al mercado de nuestro capital subjetivo, en tanto individuos, pautan las relaciones que mantenemos con el capital y con los medios de reproducción de la vida.

Si comunidad son las redes sociales empiezo a sospechar que la comunidad es una mierda, o que hicimos en su nombre cualquier enchastre. Llenas de discursos sobre la comunidad absorbimos como esponjas a la comunidad tal como había sido apropiada por el neoliberalismo y la reprodujimos en nuestras formas de vida, abriendo la puerta a la precariedad y fragmentación. 

Hay cosas para hablar en el chat y hay otras que no. 

Hay que desromantizar la comunidad. Enardecides en su defensa quizá caímos en una trampa, perdiendo espacio para preguntarnos qué tipo de comunidad queremos construir, mientras desesperadamente intentábamos pertenecer y ser aceptades y reconocides por alguien sin importar costo o mecanismos. 

Esta búsqueda de aceptación (que otres ya llamaron economía del reconocimiento) puede tener como efecto secundario un profundo autodesconocimiento. Un autodesconocimiento que podríamos pensar junto a Barthes como la pérdida del propio ritmo, como una crisis de idiorritmia.

Vamos a tientas intentando sentir un ritmo colectivo donde poder encontrarnos con otres –si no tocarles, al menos vibrar juntes. Sintonizamos con una señal móvil, en una sintonización en movimiento, con sus variaciones, crecientes e impasses. Ritmo de transformación de los ritmos. Escuchar los ritmos y entrar en ellos con otres: así podría definirse la política. ¿Cómo entrar en ese ritmo? ¿Cómo evitar las distorsiones inevitables de la escucha? ¿Como no pasar al menos por un chequeo rápido de lo que me pasa cuando escucho? La sinceridad del yo está en el ritmo. 

Bebiendo de la literatura, la naturaleza, la historia y las religiones, Roland Barthes dedica en 1977 todo un curso a lo que llama idiorritmia. Lo esconde bajo el título Cómo vivir juntos, casi como si supiera de la peligrosidad de la pregunta, casi como traficando ese pensamiento dentro de un paquete envuelto con otros colores. En el prefacio Alan Pauls lo dice con todas las letras: en plena revolución sexual, de creación de formas colectivas y vidas libertarias de un París post-68, donde las calles tienen todo el protagonismo, Roland se atreve a proponer mirar para adentro. Con sus acuarelas, su piano, sus textos sobre los griegos, el filósofo se permite ir contra el tiempo colectivo, contra los consensos y las tendencias, para buscar el propio ritmo.

Encontrar filósofes que se interesen por el autoconocimiento como una forma de vivir mejor juntos es como poder respirar. 

La respiración es siempre diferente pareciendo siempre ser la misma. El secreto que la obra y la vida guardan son las mil maneras en que una misma música puede ser percibida, que un mismo paisaje puede ser apreciado, que una persona se re-presenta a si misma aun sintiéndose la misma. 

La entrada en escena de la proximidad de la muerte y el confinamiento no elegido nos encerró en el cuarto con nosotras mismas. Pero en este encierro no estamos solas, no se nos deja en intimidad. Parafraseando a Deleuze: las cuarentenas contemporáneas no consisten en estar solas sino en no lograr, ni siquiera en medio de una pandemia, estar lo suficientemente solas. 

La sociedad ve a la soledad como algo peligroso: un organismo que necesita cohesión para sobrevivir organiza dispositivos de castigo para lo que le juega en contra. 

El espacio para la soledad costó sangre, sudor, lágrimas y otros fluidos a cuerpos del pasado. Anacoretas, eremitas, marginales, suicidados de la sociedad, parias, monjes y cultivadores del retiro. Hay soledades buscadas y elegidas, que se reivindican como formas de vida. A veces el móvil de esas soledades es huir del mundo, otras la búsqueda de un mundo interior como espacio presocial donde radican verdades y libertades aplanadas por la agencia controladora de otres, otras la creencia de que yendo hacia el “uno” se está yendo hacia el gran todo.   

La soledad fue impuesta a otres: “madresposas, monjas, putas, presas y locas”. La soledad es cool como pose colectiva pero su práctica radical es prohibida o al menos seriamente no recomendada. 

Otra pandemia, la de la depresión, puede decirnos algo sobre el lugar decodificado y finalmente materializado en clave patológica que simbólicamente ocupa la soledad en nuestros imaginarios y formas de vida contemporáneas. Pero ese es otro texto. 

Nuestras vidas son cada vez más homogéneas y creo que ya no leo historia para saber qué pasó sino como hurgando en formas de vida, en experiencia biográfica colada en las historias. Aquella figura bien de los siglos XIX y XX, con vida de una abundante serie de cambios y viajes, hijes, matrimonios, negocios exitosos y fallidos, amigues, enemigues, libros, muertes, asesinatos, renacimientos. Figuras que reaccionaban a las crisis de su tiempo con gran altura artística, política, filosófica, me dan nostalgia. Hoy estamos todes ahí medio en la misma, ahí con nuestras compus. 

Podría contrargumentarse: Los tiempos se han acompasado y nos compartimos más. Puede ser. Cuánto querría que así fuera. El individuo que se corta para vivir sus aventuras tampoco es mi role model y demasiadas veces tiene pito. Demasiadas veces es un depredador de vidas en comunidad. 

Me invitaron a hacer un árbol genealógico y no llegué ni a dos ramas. ¿Dónde empieza “una”? Son tiempos de narrar nuestra historia. El feminismo nos está lanzando a eso, y la narración transforma, hace pasar de nuevo por sí misma y de ahí no se sale igual nunca. 

Me paro en y defiendo la fractura. La fractura desde afuera no es lo mismo que la fractura desde adentro, arquitectónicamente hablando. Me voy a la fractura con esta supuesta normalidad impuesta. La fractura en la continuidad.

Disiento del ritmo conveniente, del eficiente, del sugerido que enseguida es el obligado. Me salgo y al salirme me doy cuenta de que no tengo ni puta idea de qué voy a hacer en esa intemperie. La competencia y la deuda interna conmigo misma me tienen harta. El constante monitoreo. Saber o hacer de cuenta que sé donde estoy.

La tierra puede volverse plana pero si algo podemos constatar es que el ruido que entra por las redes sociales nunca se acalla. Nunca nos deja soles. No podremos ni en la cuarentena más larga estar con nosotres mismes. Ocupades en aprender a vivir de esta nueva forma, agradecides porque podemos ver el interior de las otras vidas y casas sin movernos, adictes a revisar la entrada de un nuevo mensaje o notificación, redactando el borrador, el diario, tenemos suficientes distracciones para atravesar la crisis sin que nada entre en crisis. La polémica diaria en redes nos suministra el placebo perfecto de participación en el ágora. El riesgo de la escucha propia queda así lejos, muy lejos, casi tan lejos como nosotres de nosotres mismes. El neoliberalismo coreografía formas de hiperconexión que se sostienen sobre vidas profundamente solitarias. Les otres están ahí siempre pero para competir, para juzgarnos o para mostrarnos modelos de lo que deberíamos estar siendo/haciendo.

¿Estaría dispuesta a una posición marginal si mi deseo me llevara a eso? O iré ajustándolo para que jamás me expulse de la matrix? ¿Cómo hacerme en soledad no por adaptación o por exclusiones anti-exclusión? 

Hay quien desea el margen y hay quien desea cosas que le llevan ahí. Podría volverme loca de dios, de sexo o de odio en las redes, volverme hurgadora de un mundo sin fondo y sin figura, volverme disidente del neoliberalismo, linyera, rota. Las formas de vida siempre están ahí, haciendo las biografías. Desde dentro miro afuera. Y dentro está el todo. Y todo está adentro. Veo a muches rotes, mucho sujeto irreparablemente desgarrado, fracturado y herido. Hacer de tu marginalidad el mainstream no vale como ruptura. 

El secreto. El miedo secreto y a la vez explícito de volvernos loques. No sólo o no tanto por la locura en sí sino porque sabemos el costo social que eso tiene.

El margen siempre late: es un abismo que llama al encuentro con el secreto. En soledad hay un espacio para preguntarnos que nadie tiene por qué conocer. Guardo un lugarcito en el colchón para cosas esas cosas que quiero para mí misma. Para que vivan cosas que aún no entiendo o que no se ven nada bien. ¿La transgresión es más filosa cuando permanece en secreto o cuando se publica?

Tengo la vaga sensación de que debería estar deseando y buscando más cosas. Qué desmovilizador es el “hago lo que puedo dentro de lo que hay”. Sabe a que debería haber algo más. Y menos de muchas cosas. 

En pleno tironeo. Ir hacia adentro para ir hacia afuera. Desear la disolución del yo en les otres no es suficiente. Tampoco resignarnos a que ésta es una búsqueda sin salidas. No quiero entregarles a los románticos y a les poetas maldites las tribulaciones sobre el yo. No me rindo del todo a la fragmentación. 

Soy una autobiografía anónima que se escribe en los hechos.

La intimidad puede ser una lengua propia. ¿Cómo poner esa lengua en contacto con otras salivas? La traducción siempre ha sido cómplice imprescindible. La traducción es el espacio que deja vivir a los dos lenguajes. Renunciar a la intimidad como lengua propia es renunciar a cualquier experiencia no mediada por la mirada de les otres.

La politización de lo personal destranca puertas del cautiverio que padecían sujetos desviados de las normas. Pero esta politización en colectivo necesita de una politización de lo personal en espacios individuales o íntimos, de volvernos hacia una escucha de esa intimidad que no ha sido ni será revelada, de orientarnos a la búsqueda de un propio ritmo. Sin eso, nada. 

Un acto transformador es un precipicio. Te tirás y te puede salir bien la tirada pero aún falta el aterrizaje. Una relación morbosa con el cambio. Algo que estaba en el aire es organizado en forma de lenguaje. A veces ese acto consagra y clarifica. A veces mata a la cosa misma. A veces es penalizado, incluso en nombre del propio concepto. A veces quien porta la voz es silenciada. Y el acto de habla se vuelve injuria, en contra.   

Quiero crearme una estética de la existencia. Una obra que estalle en rasgos. Somos un conjunto de intentos desesperados por estar con otres. De la comunidad no se sale ilesa. No se sale. 

Quiero una soledad con interrupciones reguladas, con grados variables, con suelos desnivelados, con rajaduras y espectros. Una soledad para estar sola. Sola con todo, inclusive conmigo misma: las grietas, los fantasmas, los deseos, los miedos.  

Una soledad para estar a solas con todo.