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entrevista
Las 16 almas
expandir las posibilidades de lo real
UNA CONVERSACIÓN CON Pedro Pitarch

Una antropología como un ejercicio de expansión: es la apuesta latente en el trabajo de Pedro Pitarch. Lo anímico y lo onírico toman roles centrales y las categorías mismas de las palabras se tambalean en un suelo de inestabilidad profunda.

Lo que se escinde, lo inestable, lo múltiple, la proliferación de versiones en incesante transformación…Cuando se lee a Pedro Pitarch, antropólogo en trabajo estrecho con las comunidades tzotziles y tzeltales de Chiapas, las categorías conceptuales con las que estamos acostumbrados a pensar, son obligadas a internarse en un remolino que provoca vértigo. Los sueños invaden las narrativas biográficas e históricas, en un estado que nosotros llamaríamos alucinatorio. En esta operación vital se construye al mismo tiempo una política, que juega estratégicamente con lo moderno y lo estatal para encapsularlo y poder lidiar con su peligro latente. Hay aquí un cosmología entera que Pitarch, autor de libros como La cara oculta del pliegue, La palabra fragante. Cantos chamánicos tzeltales o Ch’ulel. Una etnografía de las almas tzeltales, desgrana en conversación con LUCA. 

En el prefacio de La cara oculta del pliegue enuncias una intuición que me gustaría explorar más a fondo. Dices que: “lo que parece quitar el sueño a los indígenas [tzeltales] no es tanto la diferencia cultural occidental en sí como las formas de dominio estatal”. Me parece interesante porque involucra en la ecuación a los Estados precolombinos que para muchas etnias en México representaron históricamente un rol similar al de los invasores occidentales. Y me hace recordar, naturalmente, la tesis de Pierre Clastres respecto a los pueblos amazónicos en La sociedad contra el Estado. ¿Hay un trasfondo similar en tu afirmación a las ideas de Clastres? Es decir, ¿existe una resistencia constante y activa en las formas de organización tzeltales que se confrontan abiertamente a lo estatal?

En líneas generales, lo que solemos admirar del mundo precolombino mesoamericano es todo aquello que valoramos como civilizado. Cosas como la escritura, la astronomía, el calendario, el tamaño de las edificaciones, la religión y sus templos, la organización del trabajo, este tipo de cosas. Teotihuacán ¡enorme! Los mayas ¡descubrieron el cero! Es una imagen que enfatiza la dignidad de la civilización, que estos indígenas, a diferencia de otros, como los pieles rojas o los amazónicos, no son salvajes, sino en realidad muy parecidos a las civilizaciones europeas o asiáticas, con las cuales se comparan favorablemente. En cierto modo es una dignidad estatal. Lo interesante aquí es que, en la medida en que las poblaciones indígenas actuales son descendientes de estas civilizaciones se supone que habrían retenido algo de este carácter estatal. Mantienen con estas una relación de filiación, aunque, eso sí, en versión disminuida, como un eco empobrecido del antiguo esplendor. 

Pero, como apuntas, mi intuición, que es un poco provocadora, es que podríamos entender mejor las actuales poblaciones indígenas de México si las pensáramos no como descendientes, sino más bien como sobrevivientes. Sobrevivientes desde luego del mundo colonial europeo y republicano, pero también de las ciudades precolombinas. La mayoría de las poblaciones indígenas que existen en la actualidad fueron por así decir marginales a las formaciones estatales anteriores a la conquista europea. Es posible que durante cientos de años, quizá miles, aprendieran a convivir con esas ciudades, en ocasiones siendo sometidos, pero también evadiéndose de su control en periodos de debilidad. Eso probablemente les ayudó a adaptarse al mundo colonial y contemporáneo. Por así decir, las poblaciones indígenas se han desarrollado a lo largo del tiempo para coexistir con formas estatales, pero sin necesidad de interiorizar su lógica. Hay razones para pensar que, desde el punto de vista de estos indígenas, el mundo colonial y el Estado contemporáneo son herederos –en el sentido no de filiación sino de equivalencia funcional– de las ciudades precolombinas. No deja de ser curioso que la antropología haya traspuesto esos polos y convierta a los indígenas en los descendientes de Estados a los que temieron, sufrieron, resistieron y de hecho sobrevivieron. De hecho, creo que a menudo las descripciones etnográficas de las comunidades indígenas han buscado el modelo social de una ciudad y un Estado: territorio delimitado, sistemas de gobierno bien definidas, derecho y leyes, una religión casi institucional, etc. 

En este sentido, para volver a tu pregunta, la tesis de Clastres de las sociedades indígenas como sociedades contra el Estado, que inhiben sistemáticamente las formas estatales por varios medios, entre ellos la guerra permanente, es una tesis muy iluminadora pero quizá demasiado categórica, al menos para áreas indígenas donde han existido Estados desde hace mucho tiempo. El caso mesoamericano ofrece seguramente la posibilidad de pensar esta cuestión de un modo más matizado y menos disyuntivo. Es probable que las formas indígenas estén dirigidas menos a oponerse al Estado directamente que a mantener visibles sus formas de sujeción política e ideológica. Gestionar, por así decir, ese ejercicio de control sin necesariamente oponerse frontalmente. En mi etnografía he descrito cómo los indígenas aceptan instituciones, funcionarios o actividades propias del mundo estatal, a veces ejercidas por los propios indígenas, pero a la vez los colocan en una especie de categoría peligrosa, casi encapsulándolos. Son necesarios para relacionarse con el mundo exterior, pero la vez son incesantemente señalados como vectores de riesgo. Por lo demás, en las culturas indígenas la filiación representa un valor menor: lo importante no es de quien desciende uno, sino a quien se opone.

Para quien ha trabajado entre poblaciones indígenas, especialmente de regiones históricamente más marginales, es fácil notar digamos una especie de antiestatalismo latente o, quizá, se trate simplemente de temor ante el Estado. Este temor a veces se revela en situaciones de crisis. Un ejemplo, me parece, son algunas reacciones que se están produciendo en Chiapas como resultado de la actual epidemia de Covid 19. Me llaman la atención los episodios en que indígenas atacan clínicas, personal médico, presidentes municipales o personal uniformado relacionado con políticas sanitarias (fumigadores del dengue, por ejemplo). Por supuesto, las denuncias públicas de estas acciones son las esperables en estos casos: salvajes ignorantes que atacan aquello que les va a salvar. Pero yo lo interpreto –no los justifico– no como un ataque personal, sino a emblemas de las instituciones gubernamentales. Una clínica, como una escuela, es por así decir una embajada del Estado. No son reacciones irracionales producto del miedo, sino respuestas razonables vistas en perspectiva histórica. No es sorprendente que poblaciones que fueron diezmadas por contacto con el mundo europeo, interpreten las epidemias y la respuesta sanitaria como un ataque procedente de ese mundo. Aunque, todo sea dicho, tampoco ayuda que en Chiapas más de la mitad de quienes acaban en el hospital por Covid mueran. Como ha escrito un colega que trabaja en Bolivia, Gerardo Fernández, al hospital se va a morir. Por cierto que esta interpretación del efecto del mundo europeo como una epidemia se encuentra muy extendida entre los indígenas americanos.

Creo que en esa poca preponderancia que los tzeltales otorgan a “la diferencia cultural occidental en sí” se juegan muchas cosas. Estamos acostumbrados a pensar a los grupos indígenas como dando definitivamente la espalda a Occidente, como si para seguir siendo debieran construir una especie de fortaleza anti-occidental (e incluso anti-moderna), cuando la experiencia muestra las variadísimas estrategias con las que históricamente se han vinculado de manera fértil y creativa con Occidente y con la modernidad misma. ¿Qué lecciones pueden extraerse de estos vínculos?

En efecto. Tradicionalmente la antropología daba por supuesto que el encuentro de lo que solemos llamar la modernidad occidental con las poblaciones indígenas acabaría con su desaparición. Los indígenas se integrarían en la sociedad nacional, como cualquier otro mexicano. Ser indígena era no ser moderno. Para ser moderno había que dejar de ser indígena. Esto no se ponía apenas en duda, y de lo que se trataba más bien era facilitar, mediante los instrumentos del indigenismo institucional, esa integración de un modo lo menos traumático posible. La paradoja, que es fácil constatar, es que las poblaciones indígenas, o al menos la mayoría, no desaparecen, no desparecen en el sentido de que siguen existiendo como poblaciones diferenciadas. Son poblaciones que, lejos de rechazar la modernidad o dejarse hipnotizar por su flujo, hacen un uso estratégico de las oportunidades que ofrece.

Lo interesante es que esta actitud, esta capacidad estratégica, forma parte de la misma forma de ser indígena, por así decir es interna a la propia cultura. Son culturas capaces de jugar varios roles simultáneamente.

En lugar de producir mezclas culturales bajo la suposición de que la forma de ser es una, estable y permanente, los indígenas son capaces de escindirse en formas de ser que se despliegan en función del contexto en el que se encuentren. Uno de los mejores ejemplos lo proporciona la etnografía de Johannes Neurath sobre el arte huichol. Los huicholes tienen un “arte” para sí mismos, de consumo ritual, y por otra parte producen un “arte étnico” para el mercado internacional en el que, dicho sea de paso, se desenvuelven extraordinariamente bien.

Ambas formas son, por así decir, legítimas desde su punto de vista, pero se desarrollan en contextos diferentes. Lo interesante es que los tipos de productos artísticos tienden a diferenciarse según el mundo al que van destinados: cada uno tiene un propósito, una manufactura y un cuidado distintos en función de sus destinatarios. No es, pues, una modernidad genérica, sino una modernidad específicamente indígena.

Esto es algo bastante general a las culturas indígenas, su capacidad de coexistir en contextos diferentes mediante formas diferenciadas. Su capacidad de adaptarse al mundo urbano occidental y a la vez seguir siendo amerindios con prácticas y lógicas que trajeron consigo posiblemente desde que atravesaron el estrecho de Bering hace varios miles de años. Es decir, su capacidad de jugar en escenarios distintos sin confundirse y sin mezclarlos, sin producir, por así decir, una síntesis de ellos. En esto tal vez les beneficia el hecho de que las ideas de antítesis y contradicción, que son figuras privilegiadas de nuestra cultura, no lo son de la suya. Lo que subyace a esta actitud es una idea de sí mismos que no se asienta sobre la idea de identidad. Para nosotros, obsesionados por la identidad, mantenernos fieles es mantenernos idénticos a nosotros mismos. Pero los indígenas son capaces de vivir alternándose, batiendo distintas posibilidades, experimentando. Probar una iglesia evangélica, un tipo de trabajo, un estilo de vida, pero sin comprometerse con ellos, abandonándolos tan pronto resulten poco interesantes. Paradójicamente esta capacidad de alternar y experimentar provisionalmente, sin basarse en la fidelidad, produce un tipo de transformaciones reversibles que aseguran una continuación subterránea. Lo que solemos llamar identidad es para los indígenas algo con lo que se juega, más que algo que se es.

También, a la ecuación de la identidad de la modernidad occidental clásica, donde un cuerpo = un alma, puede oponerse la comprensión heterogénea de lo anímico en los tzeltales: comentas en La cara oculta del pliegue que, para ellos, contenemos cuatro almas como mínimo y dieciséis como máximo. Esas almas ni siquiera habitan exclusivamente en el interior del sujeto, pueden hacerlo afuera, en animales de cualquier especie, en una montaña, en fenómenos atmosféricos e incluso en sacerdotes católicos o escribanos castellanos, sin dejar de provenir de ese sujeto. ¿Crees que este vínculo anímico expansivo pueda ayudarnos a reorganizar toda nuestra concepción de lo anímico, incluso si no somos tzeltales?   

La verdad es que no creo que las ideas indígenas tengan una aplicación práctica para nuestras vidas, al menos de un modo inmediato. Simplemente no podemos pensar en esos términos, fuera de algunos aspectos muy generales. Los conceptos, la cultura, las ideas religiosas, etc., no pueden ser trasladados sin más de un estilo de vida a otra. Por decir algo, no se puede extraer un concepto del budismo y aplicarlo en un contexto diferente, o mejor dicho, se puede, pero el concepto en sí se transformará completamente. El pensamiento cultural forma, por así decir, una especie de rizoma donde el tallo de la planta echa raíces y brotes asiéndose a lugares insospechados y poniendo en relación dominios aparentemente separados. Trasplantarlo supone crear una red distinta que se extiende y nutre de dominios nuevos y distintos.

Desde mi punto de vista, el valor de los conceptos y prácticas indígenas para nuestras vidas es otro. Consiste en permitir pensarnos a través de la diferencia. Conocer el pensamiento indígena es una especie de experimento mental: ¿Qué sucedería si pensáramos de esa manera? En realidad, como digo, no creo que podamos pensar de esa manera, es decir, volvernos indígenas, pero ese intento reflexivo representa un ejercicio sumamente interesante entre otras cosas para entender y poner en su lugar el nuestro mundo. Un ejercicio de expansión de las posibilidades de lo real.

Podemos tomar como ejemplo la medicina indígena. Es un campo muy complejo que nos permite conocer las concepciones del cuerpo y las almas, los dominios del cosmos, el origen de la aflicción, etc. Es posible quizá que algo de la medicina indígena pudiera resultar de utilidad para la medicina científica, por ejemplo, una planta medicinal o algo así. Pero en términos generales no podemos trasladar la lógica del diagnóstico y el tratamiento indígena a nuestra práctica. Otro tanto sucede en sentido inverso. Los indígenas pueden utilizar tratamientos científicos, o curanderismo de origen europeo o africano, o energía reiki o cualquier otro método. Pero las razones por las que esas técnicas funcionan o no son razones internas a la propia cultura. Las vitaminas pueden facilitar el retorno del alma, o una inyección con una caja de color rojo servirá para tratar enfermedades “frías”. Me imagino que algo parecido sucede con el uso europeo que damos a la acupuntura o a la medicina ayurveda, podemos decir que funciona o no, pero las razones por las que interpretamos su eficacia no serán las mismas que en la China o en la India tradicionales. Como sucede con las bases de la medicina científica, la lógica indígena subyacente es muy profunda y, como el rizoma, está asida a muchos dominios de la vida. 

Para dar un ejemplo práctico. Los chamanes de Cancuc, cuando un enfermo tiene diarrea severa, a veces –no siempre, porque cada caso es particular y en la medicina indígena no puede generalizarse porque tiene una orientación particularizante– no le dan líquido durante su tratamiento. La razón de ello es que así la enfermedad ya no podrá consumir más líquido, que es en lo que está interesada, no tendrá ningún incentivo para permanecer en el cuerpo del paciente y acabará por abandonarlo. Entonces, si el paciente no muere deshidratado, tendrá una oportunidad de recobrarse. Por supuesto desde un punto de vista científico esto es absurdo: a la diarrea se la combate con líquido. Pero lo que subyace a este tratamiento indígena es una idea de la enfermedad como un sujeto agente. El procedimiento chamánico consiste en subjetivar la cosa, que en este caso es la enfermedad. En palabras de Eduardo Viveiros de Castro, se trata de atribuir un máximo de intencionalidad, de convertirla en un ser con voluntad propia, un sujeto. ¿Por qué? Porque de ese modo se puede tratar con la enfermedad, por así decir, de tú a tú, se puede amenazarla, negociar con ella, persuadirla, en fin, operar sobre ella psicológica o físicamente porque se puede establecer una relación intersubjetiva. Los cantos chamánicos, entre otras cosas, establecen una relación de interlocución con las enfermedades, buscan poder hablar con ellas. En la medida en que se pueda hablar con la enfermedad se tiene un margen de acción, pero si no es así, si la enfermedad permanece como un objeto, la posibilidad de operar es nula. Esta es sin duda una lógica inoperativa en la medicina científica, que se basa precisamente en convertir la enfermedad en una cosa, en desubjetivarla. Los médicos no hablan mucho con las enfermedades.

Dicho de otra manera, la medicina científica y la indígena son inconmensurables. Que sean inconmensurables no significa que no se puedan comparar, pues de hecho de lo que se trata es de comparar ambas medicinas, sino que no podemos medir, es decir, evaluar, una con los criterios de la otra. De modo que preguntar, como se hace a veces, si los chamanes o los especialistas de verdad curan es inútil, porque aquí lo importante no es si curan o no, sino qué significa curar.

Y esta inconmensurabilidad se extiende a cualquier aspecto cultural indígena, como las ideas de sobre las almas que mencionabas. De nuevo, no creo que se puedan extraer y aplicar estas ideas. Su papel es más bien permitir que su conocimiento desafíe el nuestro sobre el alma, el cuerpo, la identidad personal, o el mundo en general. Que discutan la suposición de que nuestras ideas del mundo son algo natural y no pueden ser de otro modo. Se dice fácil, pero en la práctica no lo es tanto, y menos aún cuando estas ideas del mundo se asientan en juicios morales acerca de lo que está bien y está mal. De hecho, existe una tendencia a que cuanto más firmes e inflexibles sean las ideas morales de una persona, menos será afectada por el contacto con el mundo indígena: saldrá, por así decir, intacta e indemne, como entró. Como dice un antropólogo, Clifford Geertz, si lo que queríamos son verdades domésticas, debíamos habernos quedado en casa. 

Este me parece que es el gran valor de la antropología. No es tanto un valor instrumental, sino sobre todo conceptual, reflexivo. Hubo un tiempo en que la antropología tenía una presencia decisiva en las discusiones filosóficas o científicas o literarias europeas. Pensadores como Freud se interesaban genuinamente por las ideas de los “salvajes”. Esa es la gran herencia de la antropología clásica, haber sacudido las verdades asentadas de la Razón y de la Naturaleza, o al menos haberlas vuelto menos absolutas. Es una lástima la pérdida de curiosidad actual, como si el pensamiento se hubiera encerrado en sus verdades domésticas, como si se hubiera confinado, para utilizar un término muy usado en estos días de pandemia.

Entonces, ¿qué tipo de vínculo estableces con tus poblaciones de estudio? Se ha problematizado mucho esa imagen del antropólogo neutral respecto a las poblaciones, pero me sigue causando inquietud hasta qué punto es posible el involucramiento incluso político con las poblaciones. (Aquí recuerdo de memoria un pasaje de Ch’ulel que me impactó. Me parece que presenciabas un ritual de curación de un niño enfermo que no estaba teniendo éxito: desesperado, irrumpiste en el ritual y le diste al niño algunas pastillas que llevabas contigo. Es como ver a Herzog irrumpir en su propio documental. Pero es más que eso: es el antropólogo irrumpiendo en lo que se supone que debía observar fríamente a distancia). 

Aquí veo varios aspectos. Uno es la serie de cuidados e intercambio de favores personales con las personas con las que vives y haces amistad. A eso creo que se refiere el ejemplo que mencionas del sufrimiento de un niño. Del mismo modo que ellos, aunque no todos, me ayudaban con cosas prácticas, yo también procuraba ayudarles. Ayudaba con la educación de adultos para que se sacaran el título de primaria, o con los trámites burocráticos, o cuando tenía que comprar medicinas, etc. Pero esto no es porque sean indígenas, sino porque son tus amigos o gentes cercanas. Aunque inevitablemente siempre queda un poso de reticencia y dificultad. Recuerdo que uno de mis mejores amigos tzeltales, cuando hablamos de su posible viaje a España, me dijo que le daba miedo porque qué tal si le iban a comer allí.

Otra cosa es lo que se suele entender como la obligación de ayudar a los indígenas en general por el hecho de serlo, la “causa indígena”, etc.  En esto soy un poco reticente. Hasta donde se pueda hablar de compromiso, el mío es personal, no político. La relación de los no-indígenas con los indígenas está permeada por un estilo que podríamos llamar misionero. Y la etnografía no se ha sustraído a esa tentación de bondad. Al final se convierte en una relación un poco viciada en la que los indígenas son colocados por definición en una situación subordinada, casi infantil, en la que siempre están necesitados de ayuda. Es una relación semejante a la de los frailes misioneros en el siglo XVI y que la antropología indígena del siglo XX ha prolongado en cierto modo, especialmente la antropología indigenista en tanto instrumento estatal de intervención. Pero el acercamiento al mundo indígena está transido por esa actitud. Puedo entender bien esta actitud y debo decir que me parece legítima. Pero como he visto tantas veces, lo que sucede, como sucedió con los frailes, es que tiende a convertirse en una relación de conveniencia en la que los indígenas sirven de pretexto para impulsar las posiciones morales, políticas, religiosas de sus pastores, acompañantes, asesores o como quiera que se llamen. Sinceramente, encuentro más digna la relación de los indígenas con cualquier trabajador que les interpele como “pinche indio cabrón”, que con una monja que les lleve de la mano como si fueran un niño incapaz. He visto ambas escenas. La relación de enemistad es, desde un punto de vista indígena, más honorable que la de sumisión piadosa, al menos para muchos de ellos.

Cuando hice trabajo de campo a finales de los ochenta y principios de los noventa en los valles de Cancuc, los indígenas con quienes trataba me felicitaban porque no intentaba enseñarles nada. Esto era porque las gentes no indígenas con quienes entraban en relación estaban allí siempre para instruirles en algo, cosas como prácticas médicas, fundación de cooperativas, salvación del alma, etc. No es que lo rechazaran y probablemente algunas las consideraban muy útiles, pero en conjunto era una relación unívoca, dominada por la asimetría. El hecho de que yo quisiera hablar la lengua y aprender ciertas cosas me colocaba en una posición indudablemente subordinada, pero esa dependencia era quizá lo que permitía una relación genuina de aprendizaje. Si lo pensamos un poco, el mundo amerindio ha sido descrito como una tradición que ha aportado mucho al mundo europeo en términos de productos: el maíz, la papa, el cacao, el tabaco y demás, es decir, cosas. Pero raramente es pensado como una fuente de ideas, de imaginación conceptual, a diferencia por ejemplo del Oriente. Salvo que esas ideas tengan un carácter esotérico, como los escritos de Castaneda, que, por otra parte, todo hace pensar que se inspiró en el budismo zen para sus juegos mentales.

Esto no quiere decir, claro, que no me preocupe la situación indígena, me preocupa y mucho, entre otras cosas porque me inquieta la situación de las poblaciones minoritarias. Pero, por decirlo así, no me interesa “el indio”, sino “los indígenas”, en plural y en una forma concreta. En la práctica veo mi trabajo de un modo un poco distinto. Más bien como una contribución a la muestra de la complejidad, sutileza y belleza de la cultura indígena. La capacidad que posee para ponernos antes retos intelectuales y estéticos. Así pues, tratar de que el mundo no sucumba al prejuicio de la ignorancia o la simplicidad indígenas, o para el caso, la bondad indígena. Si tan solo pudiéramos transmitir una fracción de la fascinación que nos provoca el contacto con esas formas que sugieren un modo tan profundamente distinto de pensar el mundo, vislumbrar un otro lado del mundo…. 

Desde este punto de vista me siento afortunado de haber podido no sólo haber hecho trabajo de campo sino haber trabajado a lo largo de los años sobre antropología indígena y leer los trabajos de los colegas. Aunque, para qué nos vamos a engañar, esto es algo que interesa sólo a unos pocos. Por otra parte, en términos locales, cuando jóvenes indígenas de Chiapas que viven en la ciudad o van a la universidad leen algún trabajo mío y les interesa, o lo discuten porque no están de acuerdo, siento que, al menos desde ese punto de vista, ha sido útil. No es raro que los etnógrafos forasteros sirvamos un poco de encadenamiento entre generaciones. En la cultura indígena la transmisión se verifica entre generaciones alternas, abuelo-nieto, que tienen el mismo nombre, mam, y en este sentido las etnografías pueden servir de eslabón en algunos aspectos. Ahora que lo pienso, esto es algo sobre lo que los etnógrafos hemos pensado poco. No sería absurdo decir que una perspectiva externa sobre los indígenas es utilizada por ellos como reflexión para sí mismos, es decir, las etnografías como algo que pasa a formar parte de la propia manera indígena de pensarse.

Me gustaría ahondar en tu ensayo “Sobre el mal del texto” que, entre otras cosas, sostiene que entre los tzeltales se ve a la enfermedad como un lenguaje. No sólo en el sentido de que se trata de una condición potencialmente decodificable, sino que, literalmente, la sustancia patógena que el enfermo lleva en su cuerpo son palabras. Los cantos para curarlo podrían verse, entonces, como una especie de disputa verbal contra la enfermedad. ¿Cómo crees que se llega social e históricamente a una conclusión así? ¿Es algo más que el resultado lógico de la historia de las opresiones realizadas por las élites letradas, indígenas o europeas?

Más bien es resultado de un concepto de lenguaje, de “la palabra”, que es muy distinto al nuestro. El nuestro está inevitablemente determinado por la escritura. Si pensamos en la palabra “casa” muy probablemente la imaginamos escrita, como c-a-s-a. Ese es el significante. ¿Qué otro modo tenemos de imaginar la palabra? ¿Podemos imaginarla como animalitos, ondas, intenciones, o tacos al pastor? Probablemente nos resulta muy difícil. En tzeltal, el término k’op, puede traducirse por “palabra”, “lenguaje”, “asunto”, “situación”, pero su campo semántico es de hecho muy extenso y no coincide exactamente con el nuestro. Por ejemplo, incluye cualquier tipo de música, tradicional o moderna, aunque no tenga letra. Curiosamente k’op significa también “conflicto”, “disputa”, “guerra”, “intercambio violento”, es decir, no sólo un intercambio verbal agresivo sino también un enfrentamiento físico violento. Esto tal vez se deba a que el intercambio verbal, como cualquier intercambio, comporta una fricción. El silencio, en cambio, supone paz, conformidad, pero también ausencia de intercambio. 

Me parece interesante además que k’op, la palabra, no incluya la escritura. La escritura forma parte de un dominio muy distinto al que también pertenecen el dibujo y la pintura, lo que podríamos llamar diseños significativos. Pero desde un punto de vista indígena, al menos tradicional, no puede existir una “palabra escrita”, pues la escritura no es un registro de la palabra, sino que forma parte de un campo que posee sus propias asociaciones, funciones y valores. Está ese famoso episodio, seguramente apócrifo, en que el fraile Valverde le ofrece al Inca Atahualpa convertirse al cristianismo y así salvarse de morir en la pira y en su lugar ser estrangulado. El fraile le extiende entonces la palabra de Dios y Atahualpa se la lleva al oído durante unos segundos, pero, contrariado, dice que no escucha nada y arroja la Biblia al suelo.

No creo que esta distinción o separación entre palabra y escritura se relacione solamente con que la palabra sea oral y la escritura visual, es decir, con una cuestión sensorial. Porque la palabra indígena no se limita al sentido del oído. La palabra puede ser olida, lo que es decir también saboreada. Los espíritus en lugar de escuchar los cantos que se les dirige, los huelen y los gustan. El título de un libro que publiqué sobre los cantos chamánicos tzeltales es “La palabra fragante”, que es la traducción literal de bujsts’an k’op. También se dice que, bajo ciertas condiciones excepcionales, en el momento del crepúsculo, ciertas palabras pueden ser vistas. Y también, aunque el tacto no es propiamente un sentido desde un punto de vista indígena, la palabra puede ser tocada, como sucede en el diagnóstico chamánico en que el especialista palpa los vasos sanguíneos de muñecas y rodilla del paciente no sólo para escuchar la palabra-enfermedad sino en algún caso para tentarla, conocer su forma y saber así de qué tipo de palabra se trata. En el chamanismo, la palabra es subjetivada hasta ser convertida en un ser con voluntad propia, voz, motilidad, algo que se independiza hasta cierto punto de su enunciador. Es un fenómeno de sinestesia, pues la palabra es experimentada por varias vías sensoriales.

Lo que estoy intentando sugerir, en definitiva, es que, para los indígenas, el lenguaje es en realidad algo muy distinto, no siempre supeditado a la comunicación o al intercambio de información. Pero qué es ese “algo” es en realidad una incógnita. Se nos escapa, pues entenderlo exige un esfuerzo enorme para pensar de un modo no habitual, en el sentido estricto de hábito. Necesitamos estudios en profundidad sobre la naturaleza del lenguaje entre los indígenas, y probablemente no son estudios de lingüística sino de etnografía.

No puedo evitar relacionar esto con las tesis de Ángel Rama en La ciudad letrada. La instauración arbitraria del signo, de la letra, como portadora de una promesa de orden que tarde o temprano devendrá estatal. ¿Cómo hacer de esos signos, en cambio, los portadores de una promesa de emancipación? ¿Cómo debe entrelazarse la palabra escrita con prácticas como las tzeltales para que la letra deje ser solamente el vehículo de una práctica opresora?

Es un asunto difícil. Puede que la escritura, en cuanto que técnica, conlleve inevitablemente esa implicación de dominio. Esto es lo que dice Sócrates en el Fedro. La palabra escrita está íntimamente unida a las formas de gobierno y al poder coercitivo. Implica una relación de fuerza. Además, la escritura es muda, no es el resultado de un intercambio genuino. El hecho de que pueda ser recuperada cuantas veces se necesite delata su relación con la muerte. Por medio de ella escuchamos –al menos hasta la existencia de los medios de grabación– a los muertos y podemos comunicarnos con los vivos cuando estemos muertos. No sabemos si Sócrates sabía leer, como sucede con Jesús de Nazareth. En todo caso, su punto de vista coincide mucho con el de los tzeltales. 

Es verdad que, entre los indígenas, la escritura se asocia con el poder urbano estatal. Especialmente, por razones obvias, con el mundo hispano colonial y contemporáneo. Pero algunos de los cantos chamánicos que pude recoger sugieren que este es también un punto de vista precolombino. En un canto se habla de la enfermedad como la tinta roja, la tinta negra, es decir, el difrasismo que en tiempos precolombinos designaba la escritura. Esta escritura está asociada a su vez al jaguar que es un personaje de la noche y de la muerte, pues la piel del felino porta la escritura en sus glifos rojos y negros. La enfermedad también porta la cuenta de los días, es decir, el calendario. En este caso es imaginada como la piel de una serpiente. En otras palabras, en el paciente enfermo se han introducido la escritura y el calendario, que le están matando y que deben se extirpados cuanto antes. Es posible que en tiempos precolombinos las poblaciones por así decir marginales, serranas, como los indígenas con quienes trabajé, vieran las ciudades mayas como lugares mórbidos atestados de escritura y calendario. Esto equivalía a la vez a entrar en el mundo de los muertos. En esto, hay que reconocerlo, la película Apocalypto no anda tan desencaminada. 

Para los indígenas, los dioses, los espíritus, las almas, los muertos detentan la escritura, están siempre leyendo y escribiendo en sus libros y en sus computadoras. Así pues, los seres que escriben están en una situación análoga a la de los muertos. El Estado, la ciudad, las instituciones de gobierno, las escuelas, los colonizadores europeos, los antiguos mayas, todos están subsumidos en la categoría de las gentes que escriben y que, por tanto, son capaces de desatar la enfermedad por ese medio. Esto hace que los indígenas actuales muestren colectivamente una relación ambigua respecto de la escritura. Por una parte, es un instrumento indispensable para relacionarse con el mundo hispano y sus poderes. Pero por otro, el uso de la escritura introduce numerosos riesgos: de enfermedad, de sumisión a los poderes urbanos, de división interna entre quienes escriben y quienes no, como sucede con los escribanos y los maestros bilingües, etc. 

Pero, en relación con tu pregunta, hay una segunda implicación. La escritura representa o al menos favorece la ortodoxia y a veces el dogma. Las “sagradas escrituras” son un ejemplo. Por definición, la escritura tiene una naturaleza prescriptiva. Autor se relaciona con autoridad. Lo escrito tiende a la unidad, al canon, la ortodoxia. Por el contrario, la palabra oral tiende a la multiplicidad. Pensemos en las narraciones que llamamos mitos. Estas consisten en una proliferación de versiones en incesante transformación. Los episodios de la narración aparecen, desaparecen, permutan de orden, cambian. No hay, pues, una sola versión sino una multitud divergente de ellas. Lo más interesante es que a los indígenas esta variación de versiones a veces mutuamente incompatibles les parece el estado natural de las cosas. La pregunta de si una versión es más correcta o fiel que otra está desprovista de sentido. No existe una controversia, como existía entre judíos, cristianos y musulmanes, porque no hay una verdad que alcanzar. Solo cuando una versión queda fijada mediante la escritura y se convierte en la “autorizada”, puede comenzar a discutirse su verdad o, al menos, su verosimilitud, y también su autenticidad. Este es el caso de tantas versiones orales como el Cantar de Mio Cid o el Kalevala, que quedan por así decir congelados por la escritura. En lenguas mayas esto es lo que ocurre con el Popol-Vuh, probablemente unos textos originalmente orales, que tenían múltiples versiones, y que quedaron fijados como el canon mítico, como se suele decir, la Biblia maya.

Así pues, volviendo a tu planteamiento, yo diría que una promesa de emancipación como tal, como sucede con la Biblia o cualquier otra esperanza utópica, tiende por definición a la autoridad, al dogma, a la fijación de lo canónico. Y el medio de la escritura probablemente favorece esa exclusión de la divergencia, la supresión de la multiplicidad, la consolidación de la idea de Verdad. Además, personalmente pienso que creer en las promesas, sobre todo cuando son tan vagas, es un poco imprudente.

Es muy potente la imagen que describes en Ch’ulel sobre un caso de curación de un paciente que llevaba algunas palabras “fuertemente asidas a las costillas y al hígado”. Dices que el chamán “desarraiga” las palabras “triturándolas, moliéndolas, pulverizándolas” para finalmente extraerlas y barrerlas. Nos encontramos en las antípodas de la diferenciación tácita de la lingüística occidental entre significado y significante: como dices en La cara oculta del pliegue, en el contexto ritual tzeltal “las palabras y aquello que designan se vuelven una misma cosa”. ¿Qué tipo de consecuencias sociales o políticas podría tener esta dinámica de fusión entre significado y significante, ya no sólo en un contexto tzeltal sino en un horizonte de acción más amplio? Es decir, separar significado y significante ¿no es ya una operación política? ¿Qué consecuencias políticas podría tener, a su vez, su reunificación? 

Tienes toda la razón. En los cantos chamánicos la distinción entre significante y significado tiende idealmente al cero. Hay un libro de un antropólogo, Roy Wagner, que se titula Símbolos que se significan a sí mismos. Se refiere a que, a diferencia de otro tipo de signos que tienen un referente externo, hay símbolos que son autorreferenciales. Siguiendo esta distinción, a propósito de los cantos chamánicos podríamos hablar de palabras que se significan a sí mismas. En buena medida el canto habla de sí mismo. No es que sus frases estén desprovistas por completo de referencias externas, pero idealmente debe mantenerlas en un nivel bajo para concentrarse en el texto mismo. Quizá un poco como en nuestra tradición la poesía tiende a concentrarse más en el lenguaje que la prosa. En tzeltal en general esta autorreferencialidad del lenguaje es muy intensa en los géneros formales: los cantos chamánicos, pero también la narración de los sueños y con los diálogos rituales, y un poco menos con los mitos y los cuentos. 

Un aspecto interesante de este tipo de lenguaje que se significa a sí mismo es su carácter extremadamente particular y sensorial. Pensemos en la primera letra de un códice medieval, una A por ejemplo, pero que se encuentra inmersa en una selva de imágenes animales, vegetales, anagramas y demás. La letra es una parte de ese escenario y en parte hace que nos olvidemos de su referencia. O la caligrafía árabe. Roland Barthes dice algo así de la escritura japonesa: “signos carentes de coartada referencial”. Probablemente los glifos mayas funcionan de ese modo, más aún que la escritura del Viejo Mundo, pues, aunque la escritura maya es técnicamente fonética, en la práctica jugaban intensamente con las formas sensoriales de las inscripciones y sus múltiples sentidos (en ambos sentidos de la palabra).

Bueno, todos estos son ejemplos escriturales porque, como comentábamos antes, es la forma en que nos imaginamos el lenguaje. Pero tratemos ahora de imaginar un chamán pronunciando un canto chamánico. Las características físicas del sonido mismo de la palabra, su posición en el texto, su escansión, la rima, el uso de palabras extranjeras, la enumeración de animales, objetos, espíritus, etc. Este caso nos resulta un poco más difícil de aprehender porque no estamos demasiado acostumbrados a dirigir nuestra atención al lenguaje hablado en términos sensoriales, sin duda lo percibimos, pero no pensamos mucho en ello. En el caso de un canto chamánico, aún más, el texto dirige la atención sobre sí mismo. Se enuncia de un modo que hace que el oyente, un paciente enfermo, por ejemplo, se fije en la presencia sensible de la palabra: su sonido, su fragancia, su forma. Una palabra que es un medicamento por fuerza debe poder curar, una palabra que es un cuchillo puede cortar. ¿Cuál es el significado de un canto? Respuesta: el canto mismo. El canto se significa a sí mismo. Un canto es un canto es un canto…. Esto es lo que en definitiva hace tan difícil traducirlo, salvo de un modo totalmente literal, y sobre todo extraer de él un sentido cuando, por ejemplo, es transcrito al español. Probablemente para un indígena no escolarizado un canto chamánico y su transcripción escrita son cosas que prácticamente no guardan ninguna relación. Quizá lo más cercano que estaríamos del original tzeltal en la trascripción sería substituir la palabra serpiente de cascabel por una serpiente de cascabel, pero no parece que la ciencia de la edición haya avanzado tanto. Un libro así sería un poco peligroso, como los mismos cantos chamánicos.

En realidad, aunque en los cantos chamánicos es donde llega a su forma más extrema, todo el lenguaje tzeltal, incluso el habla cotidiana, está orientada en este sentido. Un sentido no abstractivo y no convencionalizante. Mas bien, sensible y particularizante, es decir, inventivo. Por poner un ejemplo, en tzeltal las clases de animales, mamíferos, ungulados, etc., no reciben un término específico y en su lugar son ordenados en una larga retahíla de tipos de animales que tienen semejanzas familiares. Enunciar cada uno de estos animales es lo que los coloca en un grupo. El mismo término para animal, chanbalam, es un compuesto de reptil o serpiente y felino o jaguar, es decir, una clase que comprende los seres que van de los reptiles a los felinos. Pero no incluye las aves y los animales de agua. Un animal en abstracto, pues, es la fusión de un abanico que va de reptil a felino. El resultado es que lo que interesa no es la clase en sí sino lo aspectos concretos que asocian sus miembros. Este uso del lenguaje tiende a erosionar las convenciones mediante la atención a lo particular y concreto. A decir verdad, todo esto no es más que aplicar al dominio del lenguaje lo que Levi-Strauss dijo del pensamiento “silvestre” en su conjunto, un pensamiento que se expresa por medio de códigos sensibles.

Pero no es sólo el contenido, sino sobre todo lo que nosotros llamaríamos forma. Como mencioné antes,

los tzeltales se interesan no sólo por la información transmitida, sino también y sobre todo por la forma de decir y las cualidades físicas de lo dicho: timbre, tono, etcétera. Se interesan por si el hablante dijo lo que dijo de pie o sentado, enojado o alegre, en casa o en el mercado, boca abajo o boca arriba, sobrio o embriagado. El grado de detalle en la descripción del habla resulta asombroso. Esta orientación inventiva y particularizante convierte a los indígenas en minuciosos meta-lingüistas, gente cuyo tema favorito es hablar del habla.

Y en este lenguaje del lenguaje el modo de decir es aún más importante que lo dicho.

En cuanto a las posibles implicaciones políticas que mencionas no me atrevo a decir mucho. Quizá solo insistir en esta disposición indígena hacia la invención y lo particular en la que forma y contenido no se disocian. Las singularidades concretas tienden a desestabilizar las formas sociales. Las convenciones abstractas, por el contrario, tienden a fijarlas.

Otra bella y potente imagen: cuando revisas y transcribes las oraciones de curación del chamán Xun P’in, te encuentras con una cascada de frases de la que difícilmente se pueden extraer significados claros. Como si lo importante, como dices, fuera el encadenamiento rítmico y vertiginoso de las palabras, su materialidad. Aseguras entonces que “la vida no es un mito ni un cuento, ni siquiera una biografía, es un interminable texto de curación”. Es decir, de la vida no podemos extraer una narrativa unívoca ni completamente decodificable. ¿Cómo se vincula una afirmación así con la complejidad de la noción misma de individuo en el pensamiento tzeltal? ¿No hay biografía porque no hay, para empezar, vida individual categórica? ¿Qué se cura entonces bajo este esquema? 

Así es. En mis clases de antropología, cuando trato de mostrar cómo los indígenas se inventan a sí mismos de una manera distinta a como lo hacemos nosotros, suelo recurrir al contraste entre la narrativa biográfica y la narrativa de los sueños. Los indígenas, al menos los indígenas más tradicionales con quienes yo trabajé, no saben contar su vida. Nos puede parecer extraño porque, al fin y al cabo, basta con empezar por el principio y acabar por el final, y ya. Pero si se les pide hacerlo, simplemente no sabrán qué decir. Evidentemente no tienen ningún modelo o esquema lógico porque no existe la biografía o la autobiografía como género del discurso. En el siglo XVI, los frailes misioneros se lamentaban de que los indígenas no fueran capaces de articular una confesión. Pero es que los indios no habían aprendido a autopresentarse narrativamente. 

En contrapartida, los indígenas son excelentes contadores de sueños. Cuando se levantan por la mañana y se sientan en la cocina para beber café es fácil que lo primero que se pregunten unos a otros sea: ¿has soñado? Y si alguien se siente inclinada a ello, o ha soñado algo un poco perturbador, puede hacer un comentario de algunos detalles de lo soñado. (O al menos inventar narrativamente un sueño, pues al fin y al cabo no se puede saber lo que ha soñado cada persona, el sueño no es los que se sueña sino lo que se imagina al despertar que se ha soñado y sobre todo lo que se cuenta a los demás). Entonces los demás preguntarán, comentarán, quizá contarán sus propios sueños. En la conversación pueden intervenir también los niños, por escabroso que pueda parecer el sueño. Alguna vez me preguntaban si había soñado, pero yo no sé contar mis sueños, ni siquiera soy capaz de retenerlos mínimamente cuando me despierto. Nunca lo hice con mis padres o amigos, así que nunca aprendí. En Europa, por regla general, nadie se cuenta los sueños, y tampoco en las familias. Creo que en México es un poco más común. El caso es que lo que contaba era tan poco interesante, un balbuceo tan plagado de referencias a lo absurdo y a mi perplejidad que al final debieron pensar que mejor ni preguntarme. Era evidente que yo era incapaz de soñar bien, es decir, los sueños no me llegaban con ninguna nitidez. Pero claro, lo mismo se podría decir de los indígenas intentando articular una historia de vida. Imaginemos que en una entrevista de trabajo o al comienzo de curso en la universidad en lugar de datos biográficos tuviéramos que contarnos nuestros sueños. Para hacer algo así necesitaríamos un entrenamiento intenso.

Se podría decir que en nuestra tradición la biografía es a la persona como la historia es al colectivo social, a la nación, a la humanidad, etc. Es idealmente una narración lineal con un principio y un fin y una relación de causalidad entre los sucesivos acontecimientos, aunque sólo sea porque uno sigue al otro. Post hoc ergo propter hoc, después de esto, aquello, y así sucesivamente. Lo podemos hacer de modo extenso, pero también en un curriculum vitae, cuando nos presentamos en una fiesta, en la solapa de un libro, etc. Antes hablábamos de la escritura, y es posible que los textos escritos, la Biblia por ejemplo, no así la Odisea que forma un círculo, faciliten este tipo de funcionamiento lineal, con un principio y un final bien establecidos, y un desarrollo único. Los episodios de la historia personal y colectiva indígena no poseen un orden cronológico, sino que se relacionan entre sí por motivos de otro orden. Pero hay además otra diferencia: nuestra historia descansa en el supuesto de la verdad de los acontecimientos, aquello que es narrado es real. Esto es lo que distingue a la historia del mito, que para nosotros es una narración ficticia. Pero para los indígenas, el sueño y el mito no es que sean verdaderos o falsos, es que la verdad, la cuestión de la veredicción, es un problema que no tiene ningún sentido. Nadie se pregunta si tal mito o tal sueño realmente sucedió. En esto, su perspectiva no puede ser más distinta, quizá no una perspectiva opuesta sino tangencial en relación con la nuestra. Esto es algo que encuentro fascinante, la capacidad indígena de salir por la tangente.

Entrevista por Guillermo García Pérez.